miércoles, 11 de junio de 2014

La bruja Pepepet


Así la bautizó mi madre, que para las cosas de niños tenía mucha imaginación. Era una pobre mujer pobre, asilada a cargo de la Beneficencia en la Casa de Misericordia. Enjuta de carnes, con nariz larga y soplillos, vestía siempre igual. Una blusa y falda de vuelos hasta los pies. Los días más frescos se arrebujaba en una toquilla de punto de lana o en un raído chal, negros. Los pelos recogidos en inestable moño o sueltos, locos. Hormigueaba de aquí para allá, muy tiesa, como si no llegase a todo cuanto tenía que hacer, que era un sin quehacer. En nuestra fértil imaginación nos recordaba a aquella bruja del cuento, que puso a Juanito en una jaula para engordarlo y así darse un mayor festín. ¡Aterrador! Niños aún, no nos echábamos la cuenta de que teniendo hambre más vale pájaro en mano que gorrión para engordar.

Salía de paseo hacia el mediodía y la veíamos desde el balcón que daba a la plaza, cuando nuestra cuota de perras y desobediencias estaba ya colmada. «Mira, has sido caprichoso y viene Pepepet» —decían, siempre a media voz, como sin darle importancia, la tata, mamá o la abuela. Cuando calculaban que ya teníamos flojas las rodillas pedían nuestro arrepentimiento por las “maldades” hasta aquél momento acumuladas. Otras veces, haciendo encargos, nos la topábamos por la calle. Imagino que la abuela, a la que casi siempre acompañábamos, la detectaba y se apañaba para pasar junto a ella. La crispación que le transmitía nuestra pequeña mano era aprovechada por ella para insistir, con tranquila voz, en que nada pasaba si habíamos sido buenos, seguida del «¿te has dado cuenta qué olor a choto echa?». Nosotros ni la habíamos olido ni sabíamos qué era un choto, pero la cosa funcionó.


Un día Pepepet falleció. No nos dejó ningún trauma como legado. ¡Pobre mujer!