jueves, 26 de junio de 2014

Mañana toca caridad


«Mañana, chicos, ya sabéis que vamos a Las Fauces a hacer caridad con personas necesitadas. Hay que traer al colegio alimentos que no se estropeen con el tiempo, es decir, alubias, lentejas, arroz, aceite, latas de lo que queráis. No vale dinero.»

A su grupo le tocaba hacer caridad una vez al trimestre. Con sus pertrechos tomaban un autobús urbano que les dejaba a la entrada del barrio de Las Fauces. Seis u ocho altos edificios construidos por un prócer local. Desde allí se adentraban entre las calles, cada cual cargado con su paquete. Tendrían doce años en los 50, vestían como les correspondía y creían que todo aquél con quien se cruzaban en el barrio echaba sobre ellos una torva y codiciosa mirada, preguntándose a un tiempo quién sería la beneficiaria del donativo de esos hijos de papá. Porque, inexplicablemente para ellos, siempre lo hacían en una casa, a la misma mujer vestida de luto y con mandil.

Caminaban silenciosos, siguiendo a su maestrillo jesuita, que marcaba la ruta con paso huidizo hasta llegar a un edificio gris, lindante con unas maltrechas huertecillas al lado del maloliente río, siempre escaso de caudal y —diríamos hoy— portador de los contaminantes que a él vertía aguas arriba una metalurgia. Entonces nadie tenía en cuenta otra cosa que no fuera el tamaño de las berzas que crecían en las ringles, para comerlas, con tocino mejor.

En el barrio de Las Fauces los inmigrantes no eran negros, ni moros, que no había entonces, ni tampoco pobres pobres. Tenían cobijo propio y el incipiente Seguro de Enfermedad. Todos los niños iban a la escuela y, si tenían paperas, eran atendidos en el dispensario local. Los viejos, silenciosos, gargajeaban en su hogar y de todo se enteraban, porque las escaleras eran como un patio de vecindad.


Él siempre volvía con mal cuerpo, no sabía por qué,  y a sus padres no les hacía mucha gracia esta aventura trimestral. Le preguntaban si sólo habían hecho “eso”. Él entendía que les habría parecido poco, pero no podía ser, porque lo que llevó se lo habían dado ellos mismos. Paso a paso fue aprendiendo qué era caridad.

Lenteja pardina