martes, 10 de junio de 2014

Héticas y perléticas


De críos decíamos, con el arrojo de quien conseguía hacerlo bien, aquello de “en el campo hay una cabra hética, perlética, pelapelambrética, pelúa y pelapelambrúa; que tiene hijos héticos, perléticos, pelapelambréticos, ...”. Cuando años más tarde supimos hacerlo, tiramos del DRAE para dar significado al infantil recitado, pero no pasamos de “hética” y, muchos años después,  supimos del localismo “perlética”; lo demás, rimaba al caso. En fin, resulta que la cabra era extremadamente delgada y, además, histérica. Que así fuera era lo de menos. Se trataba de aprender a vocalizar. Yo me quedé con lo de hética, con hache, síntoma de la tuberculosis, que hacía estragos por aquél entonces en buena parte del país. Pero la “Venus hética” nada tiene que ver con ese trabalenguas, sino con la humillación del modelo de mujer voluptuosa y barroca de Rubens, de Boticelli y de Durero, por la «mujer-percha, imitación viviente de aquél esqueleto esproncediano de “El Estudiante de Salamanca”». Así dice Jaime Campmany en el artículo de aquél título, que amarillea entre mis papeles, publicado en el ABC del 11 de marzo de 1999.

Campmany fue un hombre azul pero de extraordinaria pluma. Entre algunos hombres azules las palabras se hicieron literatura o, cuanto menos, buen periodismo. No era raro y nombres hay. No fueron azules avatares, como los de hoy, sino de carne y hueso azul Mahón, tan denostados hoy. Cierto que nuestro personaje azuleteó bastante hasta el 77 ó 78, cuando se liberó de las “caenas” y se le afiló la pluma, al menos en su columna del ABC, que era la que yo celebraba, fuera cual fuese su ocurrencia humorística o satírica del día, que enmascaraba no pocas veces dardos mortales. Lo conocí, creo, en el 69, vestido de “heladero”, por los pasillos de las Cortes Españolas y no me agradó, como tampoco los que entonces pisaban alfombra y no hablaban por boca propia. Luego, como digo, sí. Debió ser cosa de esos polvos de la madre Celestina que nos echamos los unos a los otros, fórmula magistral del laboratorio de la Transición.


 Campmany, nacido murciano,  gustó de la mujer-mujer, fuera “su señora”, la suegra o la criada. La escultura de Botero le pareció «la sublimación de la obesidad». Por el contrario, las modelos que correteaban por las pasarelas de la época eran como «venus enmagrecidas» hasta la «extenuación de la carne». «Flores espiritadas de anemia o de anorexia», cuyas tetas —escribía— «son como dos pasas de Málaga en harina», no las que inspiraron a nuestros poetas. En fin, Campmany —como lo hacía el lápiz de Mingote— reaccionaba en favor de la voluptuosidad mediterránea, sin hacer ascos a «las prominencias del mondongo» y aunque no fuera partidario de la «prolongación del antifonario», sí apreciaba «un culo razonable» como el que pintó Picasso a la “Mujer asomada al balcón”.

El espíritu de la golosina, o la línea impalpable del horizonte