miércoles, 26 de octubre de 2011

Las chulas


Me contaron ayer los amigos que, el otro día, de camino al campo de fútbol de Osasuna, se detuvieron en un clásico y afamado asador y pidieron que les prepararan unos bocadillos para merendar durante el partido. Como gran novedad gastronómica les ofrecieron unos bocadillos de chula que, lógicamente, aceptaron conmovidos y allí mismo los comieron calentitos. Claro, llegaron  tarde al partido. En Navarra, las chulas son lonjas de tocino casi sin entreverar, procedente de los “tempanos” del cerdo, curados con sal y oreados en la gambara, sabayao o desván.

La receta actual —me dicen— consiste el hacer las chulas, ni gruesas ni delgadas, a la parrilla y brasa de carbones vegetales y, al punto, ponerlas entre pan y pan tierno. Antes se hacían sin sofisticación, con un infiernillo o brasas de sarmientos de vid. Mi último bocadillo de chula lo tomé en la mili, con pan de chusco, y hasta años antes fue alimento común en mi casa y en la de los demás que se preciaban de comer bien: unas chulas acompañando a un par de huevos fritos con puntilla y… ¡a meter pan! Un almuerzo socorrido, suculento y, dígase lo que se diga, señorial.

Casualidad que, haciendo zapping el mismo día, me topé con un programa de Popular TV en el que se hacía un panegírico gastronómico-dietético de la carne de cerdo (“el olivo con patas”, alguno le llamó) y las bondades no solo de su carne magra, sino también de su grasa comida con moderación. Justamente al revés de lo que se conocía y practicaba hoy, para no engordar. Vivir para cambiar de opinión. ¡Ah, y los bocadillos de chula los pagaron a doblón!

martes, 25 de octubre de 2011

Lucinda


Es la gran plaza, dedicada a un prócer local, la que a media mañana de los días soleados de otoño se llena de un numeroso parque móvil empujado por melosas panchitas, aunque también los hay automotores. Hacen corros las ancianas, donde se parlotea animadamente de lo humano. Casi siempre de achaques, males y pastillas. Suelo poner la oreja a lo que dicen y nadie brinda un recuerdo al socorrido “en mis tiempos”. Viven al día, con el beneficio de la medicina y los servicios sociales, la prórroga de la que no hubieran disfrutado en aquéllos.

Les basta un perro para ligar con quien lo pasea. Lo chistan para atraer su atención y recuerdan entonces al que en tiempos se les murió, aunque en realidad no fuera can, sino gato de granero en el pueblo de su primera juventud. El mío es mascota de compañía, el de ellos minino hijo de su madre y un padre cualquiera, cimarrón. Este cuadro se repite por las tardes, poco antes de caer el sol, aunque más difuminado por la numerosa juventud cervecera de la cercana universidad, que chicolea en las concurridas terrazas.

Ayer reparé en ella. Había tenido la caridad de sacar para lucir los guapos a sus viejas tías, que cotorreaban en el banco próximo. No era una treintañera agraciada. Prietas sus blancas carnes por el minivestido aleopardado, subida en unos tacones como un escabel, hablaba sin dar tregua por el celular mientras daba cortos paseos alrededor de sí misma, aplomada con las piernas abiertas. No sé qué instrucciones daba de fundamento a su interlocutor, pero denotaba que alimentaba su ego con la pose y el ademán calentón. Parece que estuviera sola en el mundo. De haber nacido unos años después no se hubiera llamado Lucinda, como requerían las tías de su atención.