viernes, 10 de noviembre de 2017

La soledad sonora


Ahora que el tiempo está aún claro y las tumbas arregladas, armado con mi cámara y un par de objetivos me voy al cementerio por ver si puedo encontrar algunas composiciones que sean originales, antes de que se marchiten las flores. Aunque sea difícil ser original en nuestros días, en los que lo natural ha sido sustituido por composturas y poses.

Sigo el antiguo «camino de entierros», como lo llama mi amigo Lozano Bartolozzi, y recuerdo paisajes que ya no están ahí, porque todo está urbanizado. También siento la necesidad de recuperar la memoria de mis mayores.

"El Pensador", por Ramón de Arcaya, en el
Cementerio de San José de Pamplona
Mueve un aire ligero de otoño y conforme me acerco al aparente cementerio de San José, siempre en ampliación, me viene a la memoria aquél puntazo que José Luis Alvite le tiró al presidente Zapatero, de infausto recuerdo, al decir que en la arruinada España de hace una década solo crecían «razonablemente» los cementerios.

Tampoco puedo olvidar el comentario de mi compañero de asiento en un autobús que, hace años, al pasar por la villa de Erro y ver su cementerio en la paz de una verde ladera, recoleto, pequeño, con las tapias blanqueadas bordeadas en lo alto de rojas tejas, sus añosos cipreses… me dijo con naturalidad: «Ahí dará gusto morirse». Dará, sí, pero nadie nos procurará testimonio de su regusto, pensé yo.

Nosotros, la familia, tenemos panteón o carnario –aquí se ha llamado así en la parte más antigua y frondosa de cipreses del cementerio de Berichitos, en terrenos de la primitiva huerta de Larequi, así llamada por ser de ese apellido don Gabriel, el capellán que gestionaba hace más de cien años los responsos. Era en un rincón tranquilo si no fuera porque del otro lado del grueso muro medianero se erigió muchos lustros después una construcción fría y amenazadora, ornada no de pacíficos cipreses, sino de chimeneas con negro humo y hollín. Bajo ellas incineran cuerpos y se quiebran los huesos más duros con trituradoras de bolas, hasta completar las cenizas del fracaso humano que se entrega a los deudos en una urna. Mientras que del lado de acá, los restos reposan a veces bajo las flores del recuerdo del corazón y de la mente de los seres humanos, porque la muerte sólo llega con el olvido.

La parte más antigua (cubista, art deco) está llena de víctimas de la pandemia de “gripe española” del 18, que arrasó la humanidad entre guerras. No hay tumbas viejas ni nuevas, sino de un estilo u otro, cuidadas o desportilladas, que todo da igual: «Dios es contemporáneo de todos los tiempos», nos advirtió el filósofo de la “docta ignorancia”. Entonces, aún más que hoy, la vida resultaba peligrosa, no era sencilla ni daba garantías. La muerte es el precio de vivir, dijo el Nobel de Medicina 1993 sir Richard J. Roberts, «el misterio más grande», según santa Teresa de Calcuta.

Hoy me descubro pensando en los demás, cierto que fallecidos pero queridos, a los que nada puedo dar que no sea sino rezarles un responso al pasar. Entre las tumbas familiares de aquéllos a quienes conocí me detengo ante un epitafio, que me recuerda la consideración interior que se hacía el protagonista de la novela de Sandor Marai ante una caja llena de condecoraciones: ¿qué le habrá dado la vida al general? Y él mismo se respondía: obligaciones y vanidad. Y sin dar importancia a su gesto, cerraba la caja como el jugador de cartas que al final de la partida las devuelve porque ya no le son útiles. Sic transit gloria mundi.

Aquí, en este camposanto yacen arrogantes y pobres. Parecen vidas enfrentadas si no fuera porque los ricos se dice también lloran, porque nadie sale de este mundo sin probar las amarguras que rebajan la soberbia. «El infierno se pasa aquí, en esta vida», afirman los más enterados, no faltos de alguna razón.

Cielo/infierno, infierno o gloria, dilema central de los Ejercicios ignacianos que nos atemorizó siendo adolescentes y luego quisimos olvidar sin poderlo. El cielo está lleno de santos que conocemos, unos por notorios, otros porque fueron elevados a los altares. Pero aún hay otros, que deben ser muchísimos más, anónimos cuyos restos están por aquí y por allá, en este y otros camposantos. Santos «de mazo y escoplo», como lo quiere Dios; así le advirtió fray Tomás de Villanueva al beato fiterano Juan de Palafox y Mendoza, cuando dudaba en si aceptar o no el obispado de Puebla, en México. Otros han sido santos como lámparas que han dado luz sin hacer ruido (Mt 5, 13-15) y se sabe de otros que han sido de vida muy atribulada, durante la que los sinsabores, amarguras y dificultades se alternaban a ritmo vertiginoso.

Un campo, ya no tan santo tengo la tentación de escribir, lleno también de idólatras y sansones que pusieron sus deseos en las cosas de la tierra como si fueran un bien absoluto y luego resultó que su mortaja carecía de bolsillos.

A mí siempre me cayó gordo Stephen Hawking, por él y por los pelotas que rodean su ciencia y ocurrencias y aún otros las ruedas de su silla para mostrar que un “disminuido” no es que sea un individuo “normal”, sino que supera con creces a quienes a sí mismos se tratan como “normales”. Pues bien, Hawking, al parecer, llegó a decir que «el cielo es como un cuento de hadas para personas que tienen miedo a morir», lo cual es una estupidez. Al menos eso creo yo, que me trato como un individuo “normal”, sin mayor ciencia que la que tengo. Hawking —será una lástima perder su testimonio— no podrá contarnos si, cuando llegado el momento de su exitus, habrá o no pedido que le reciten el cuento.

Me escribe Matilde que el otoño tiene un encanto especial, está lleno de una vivencia misteriosa y escondida que se hace presente por el olor. No había yo reparado viene a decirque en el otoño, de repente, un día notas que huele a Dios, y así hasta el invierno. «Parece que la naturaleza siente sueño y quiere dormirse. Una brisa fresca, pero muy suave, hace amarillear las hojas de los árboles; las flores se ajan, dejan de estar lozanas y es como si perdieran su aroma. Todas las ramas se desnudan de su follaje y, en silencio, la savia que por todas partes daba vida, se va hacia las raíces y allí, calladamente, quiere dormir. Y todo lo que antes había sido engendrado por ella, la imita en este viaje “hacia adentro”, a lo más profundo de su ser». Es su Reto dominico, en el que sor Matilde apunta que «es muy bello ver que todo el paisaje cambia porque ha aparecido Alguien: el Señor, que todo lo llena y quiere que la naturaleza entera, pero especialmente el hombre, deje lo que es superfluo y haga un trabajo silencioso de pensar y sentir lo que es importante y duradero». «El otoño escribe es la estación que nos habla de intimidad, y parece que todo nos invita a dejarnos hacer por Él, sin oponer resistencias, igual que la naturaleza…»

Alguno señaló que la humanidad se divide en dos clases de personas. Una sería la de quienes saben que irremisiblemente van a morir; otra la de quienes prefieren no saberlo. En medio quedaría una de mis piadosas abuelas, que aun sabiendo que acabaría muriendo y siendo devota de san José, que es tenido por abogado de la buena muerte, nunca en su vida visitó un cementerio. La única vez que lo hizo, para quedarse, hubo de ser llevada con los pies para delante. Y puesto ya en éstas, recuerdo ahora el chiste de aquél que decía que no se había jubilado por no haber terminado el tiempo de merecer la gloria eterna.

Compruebo por las inscripciones que en los carnarios más antiguos los allí enterrados fallecieron con unos 60 años de edad, incluso más jóvenes y niños, mientras que en los más modernos apenas hay niños y los difuntos gozaron de esta vida como poco 70 años. Pero estos datos sólo juegan en términos estadísticos y para acreditar la mejora en las condiciones de vida, el que llamamos progreso. Nada más, porque para los que somos creyentes la cuestión no está en añadir años a la vida, sino vida a los años. Se lo dijo de otro modo Mme Curie a su hija Irene: «La mejor vida no es la más larga, sino la más rica en buenas acciones», las que cada cual habrá de acreditar en su juicio particular.

Esta comprobación me lleva a otra reflexión: la de la prisa que nos aqueja en la vida, que nos hace vivir una vida inhumana. Vivimos hoy en un torbellino, como si nos faltara tiempo para llegar a todo y aún estaríamos dispuestos a comprar más unidades de tiempo, tanto si este se vendiera al detalle como al por mayor.


Cae la tarde con un silencio que se oye, solo roto por unas cortas rachas de viento y los trinos de pajarillos que se disputan la rama del ciprés donde dormir. Yo vuelvo a casa sin saludar al capellán, porque ya no lo hay. Antes, don Macario San Miguel me hubiera invitado a una merienda-cena de dos huevos grandes con puntilla y chistor, como lo hacía cuando bajaba con mi padre y hermano para charlar con el viejo carlistón, que fuera pater del Tercio de Lácar. Decíamos en broma que así como se afirmaba en Pamplona que la huerta mejor abonada era de Larequi, para nosotros la que tenía las gallinas más rollizas era la de don Macario.

viernes, 17 de febrero de 2017

LINCOLN, on the Way



Hace de esto bastantes años. Eran tiempos en los que gobernaba la “Dama de hierro”. Yo vivía en el Hampshire, practicando la lengua inglesa y repasando sus reglas gramaticales. Los fines de semana del invierno eran mortales de necesidad, a no ser que Anthony se sacudiera la modorra después de una semana de trabajo, riñera con su espesa novia y, a cuenta de la costa y de conducir su amado Triumph Spitfire Mark I que él mismo había restaurado, nos llevara a algún sitio previamente consensuado conmigo y con Takeyoshi. A ambos nos gustaban las piedras con historia y preparábamos de antemano la excursión. A Anthony, le “ponía” sólo pensar que, en el caso que nos ocupa, podría intentar hacer 243 millas en menos de 5 horas con su new car y regresar, gratis total, copas incluidas. Tomaríamos la A1 y nos adentraríamos en las Midlands para llegarnos hasta Lincoln, que suena americano pero no lo es. Por el noreste no está lejos de Nottingham, donde el personaje épico Robin de Locksley inspiró la leyenda de Robin Hood. La excursión nos llevaría día y medio. Anthony podría, pues, tumbar la aguja por la highway.

Logré catequizar a Take solo con el hecho de mencionarle que la catedral gótica, dedicada a la Bienaventurada Virgen María fue el edificio más alto del mundo entre los siglos XIV y XVI. Le expliqué el sentido de la grandeza de las construcciones góticas cristianas, cuyas estructuras arquitectónicas buscan el cielo. No me callé tampoco mi interés por rendir homenaje a Leonor de Castilla, que casara con Eduardo I Plantagenet (“Longshanks” o zanquilargo) como modo matrimonial de evitar la invasión castellana de Gascuña, entonces bajo dominación inglesa. No fue solo un casamiento por razones de Estado, sino que resultó ejemplar hasta el fallecimiento de la reina en 1290. Cuentan las crónicas que el rey mandó celebrar un hermosísimo funeral, tras el que se le dio sepultura en la abadía de Westminster y sus vísceras depositadas en la catedral de Lincoln, bajo una reproducción de la tumba que se le preparó en Wetsminster Abbey. Como nota al margen tengo que decir que el matrimonio tuvo 15 hijos y que el rey hizo levantar doce cruces a lo largo del cortejo fúnebre, desde Nottingham hasta su sepultura. La duodécima cruz es la que hoy conocemos como Charing Cross, en Londres, donde se encuentra la plaza y la estación ferroviaria.


Inenarrable aquí la visita a la catedral. Pero sí quería contar que en sus muros encontré evidencias jacobeas, como el peregrino que malamente esbocé en mi cuaderno de campo e ilustra esta entrada. Luego supe más: los peregrinos  aún no eran anglicanos partían de allá hacia Compostela siguiendo el Camino por King’s Lynn y Halles Abbey hasta Bristol o Londres, para alcanzar luego la costa en Plymouth, Dartmouth, Brighton, Southampton o Canterbury, ésta más cerca de Londres, donde embarcaban en buques medievales para cruzar el tempestuoso canal de La Mancha y llegarse hasta el litoral francés. Desde allí seguían, según les conviniera, el Camino de la costa St. Mathieu-de Fine-Terre, Quimper, Nantes, Burdeos, Irún, Oviedo y Compostela o, tras visitar el Mont St. Michel y Angers, Caen, Rouen y Chartes o el mismísimo Amiens, se unían a los peregrinos que recorrían la Vía Turonense de París a Santíago vía Ostabat y Roncesvalles, es decir, hasta la Vía Francígena. Los más osados se embarcaban en Plymouth rumbo a El Ferrol o La Coruña para llegarse al Mesón do Vento y desde allí a Santiago, si no sucumbían en la travesía.


Toda Europa está surcada de caminos por los que han ido y venido pasajeros y peregrinos desde que el hombre es hombre. El de Compostela es el europeo más señalado por su contenido religioso desde el tiempo de los Apóstoles. Ha sido denominado «calle mayor de Europa» y considerado Patrimonio de la Humanidad. Importante fue para los peregrinos llegarse hasta la tumba de Santiago Apóstol, pero otro tanto su regreso a casa empapados de maravillosos relatos y de las culturas de cuantos se toparon en su recorrer, que a veces les llevó la vida entera.

martes, 24 de enero de 2017

Trump[eter]






¿Cómo hacer sin contradecirlo todo lo que proclama para agradar los oídos de esa hastiada mayoría silenciosa, maltratada por la situación económica y social, que le acaba de dar el sillón presidencial de los Estados Unidos de América (USA)?

En los tiempos que corren de la tercera revolución industrial se dan dos visiones del mundo y su futuro tecnológico. La rotundamente optimista, para la que «la tecnología digital puede ser una fuerza de la naturaleza que llevará a las personas a una mayor armonía mundial»[1], y las tecnopesimistas, que son básicamente dos, a las que me quiero referir porque vienen al caso.

Como si se tratase de una orienteering competition, todas parten de una misma salida pero llegan a distinta meta. Aunque con distinto dorsal, ambas van uniformadas con las nuevas tecnologías al uso y parten de una misma idea, según la cual la mayor productividad de la economía es la que ha hecho a una generación más rica que la anterior.

Con la mirada puesta en los USA, Robert Gordon, profesor de Ciencias Sociales de la Northwestern University (USA), acaba sosteniendo: primero, que la revolución digital está sobrevalorada; segundo, que la verdadera revolución tecnológica tuvo lugar entre finales del siglo XIX y principios del XX, con la electricidad, el teléfono y el automóvil; tercero, que el crecimiento económico no volverá a los niveles estelares que hicieron posible aquéllas innovaciones.[2]

Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, ambos profesores del MIT (USA)[3], no comparten esta visión. Sostienen que a pesar de que los ingresos medios del ciudadano americano se hayan estancado, a pesar de que el desempleo haya crecido rápidamente y a pesar también de las crecientes desigualdades económicas, no puede decirse que haya un estancamiento tecnológico. Lo cierto es que se está acelerando la revolución digital con avances que nos pueden parecer como de ciencia ficción. Las tecnologías digitales están sustituyendo rápidamente a destrezas hasta ahora humanas. Este es un fenómeno generalizado y profundo que tiene hondas implicaciones económicas, unas positivas y otras claramente negativas, además de exigir nuevos requerimientos. Entre las positivas han de citarse los incrementos de la productividad, la reducción de los precios y la mejora general de la economía. Las negativas inciden sobre la distribución de la renta y el incremento del desempleo. De donde resultaría que el progreso técnico y el pleno empleo serían mutuamente excluyentes.

Pero es que, además, no estamos hablando solo de la revolución tecnológica que es la que ha dejado en la calle a buena parte de los electores de Trump. No cabe aislar ésta del proceso autodestructivo en el que el mundo occidental está inmerso. Centrando en los USA la cuestión que nos ocupa, tenemos que considerarla conjuntamente con las consecuencias que está teniendo la política de una progresiva destrucción de recursos no renovables y del medio natural hasta ahora seguida por los USA y que promete continuar, haciendo caso omiso a los compromisos sentados en las sucesivas Cumbres de la Tierra.

Progreso técnico excluyente del pleno empleo, consumo y desarrollo ilimitado reñidos con la conservación de la naturaleza, salvo que sean frenados. Más aún, si bien la ciencia y la tecnología pueden asegurar al género humano los medios materiales necesarios para hacer ciertas cosas, no pueden proporcionarle estabilidad y progreso. Ni dotarle de fines. «La civilización moderna ha dejado a un lado la cultura», como decía Jaki: «desde la teoría de la relatividad se ha predicado el evangelio según el cual todo es relativo. Y esto se ha convertido en la única verdad absoluta.»[4]

De ahí que la nueva situación que se ha creado requiera no palabras ni eslóganes electorales, sino nuevos modelos empresariales, nuevas estructuras organizativas y también nuevas instituciones que sean capaces que afrontar los nuevos tiempos. ¿Cómo?

Vienen a cuento creo yo unas palabras de Alexis Carrel, Nobel de Medicina (1912): «Nosotros queremos hacer por el hombre lo que Henry Ford ha hecho por el automóvil. Hay que arrebatar la primacía a lo económico y dársela al ser humano. El liberalismo ha conducido a los democracias a la bancarrota. El marxismo se ha hundido en la más abyecta de las barbaries. Los hombres necesitan hoy una doctrina nueva, a fin de reconstruir la civilización. El trabajo más urgente es aprender a conducirnos observando la leyes de la vida.»[5]

P.D.- Alguien definió a los USA como un país que pasó de la barbarie a la civilización sin pasar por la cultura.





[1] NEGROPONTE, Nicholas, Being Digital. Knopf, 1995.
[2] The Rise and Fall of American Growth. Princeton University Press, 2016.
[3] Race Against the Machine. How the Digital Revolution is Accelerating Innovation, Driving Productivity, and Irreversibly Transforming Employment and the Economy. Digital Frontier Press, 2011.
[4] JAKI, Stanley L., O.S.B., profesor de Historia y Filosofía en la Seton Hall University, South Orange (EE.UU). Cit. Zenit-Avvenire, 27 de noviembre de 2001.
[5] CARREL, Alexis, “Fragmentos del diario (25 de octubre de 1941), en Viaje a Lourdes. Madrid, 1979, p. 107

viernes, 20 de enero de 2017

Brexiteers


El Confidencial
 La idea que venden los políticos es que todo el mundo ha resultado vencedor en el proceso de globalización en el que estamos inmersos, pero la realidad es bien otra. Está a la vista que los países del norte los del G7 y G20 son ganadores, los del sur perdedores. Los del norte disponen de tecnología, los del sur ofrecen mano de obra barata. Así se explica el proceso de deslocalización de actividades industriales hacia éstos últimos, al objeto de abaratar costes. Pero es el caso de que también hay perdedores en los países que van a la cabeza de ese proceso de globalización: son los desempleados y descontentos generados por la indicada deslocalización.

Así se explica en gran medida el triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos (USA) y del Brexit en Inglaterra, que no en todo el Reino Unido (UK), apoyados por masas de desempleados y descontentos por la crisis social derivada de una crisis económica, a su vez consecuencia de la mundialización, como queda dicho.

El proceso de globalización no viene de muy lejos. Tres han sido sus retos hasta el momento: mover mercancías, mover ideas y mover personas. El resultado de las dos primeras ha sido un radical descenso de los costes en las modernas economías. Desde 1820 tuvo lugar una revolución de los métodos de transporte; a partir de 1990 hemos asistido a una auténtica revolución de las tecnologías de la información y comunicación, y desde ahora mismo se producirá una revolución de la telerobótica y del teletrabajo en redes.[1]

Teniendo lo dicho en cuenta, es un error mantener que el problema de los USA y de UK radica en la deslocalización de la actividad económica y en la inmigración. Más aún pretender resolver los problemas del siglo XXI con instrumentos propios del siglo XX, como se anuncia que se va a hacer: la rebaja de impuestos a las empresas, para que sus productos sean más competitivos, al tiempo que la subida de los aranceles aduaneros para defender a aquéllos de la competencia exterior. Ambos insostenibles en el tiempo, como lo ha demostrado la historia.

La difícil situación social y migratoria, tanto de los USA como de UK va a tener que enfrentarse no solo con la competencia de países terceros, sino con la nueva fase del proceso de globalización, antes aludida, que ahora mismo se abre, que van a eliminar todavía más puestos de trabajo directo y, por tanto, abaratar costes al tiempo que aumenta el desempleo. Además siempre existirá la opción de deslocalizar la mano de obra hacia países sureños.

En el caso de UK los clarividentes brexiteers van a tener que lidiar con la nueva fase globalizadora, a la vez que con el hecho de que numerosas industrias británicas dependen de la propiedad intelectual, la tecnología, la logística y los servicios del resto de Europa. Y su mercado es, además, el de la Unión. Si carecen de algo  de lo dicho deberán cerrar.




[1] BALDWIN, Richard, The Great Convergence Information Technology and the New Globalization. Harvard University Press.