viernes, 27 de agosto de 2010

Belicismo y caza


De un pueblo de España leo que sus ediles han rectificado una vez más el blasón de armas para quitarle la lanza que enarbolaba un cazador entre dos ciervos. El motivo, confesado, “evitar símbolos bélicos”. Para mí que es noticia de una atufante poquedad.

Es un fenómeno muy extendido por Europa que las villas y ciudades de realengo lleven las armas concedidas por un soberano con motivo de la concesión de la carta-puebla, los fueros particulares o de algún acontecimiento posterior que las distinguió. Otras poblaciones adoptaron las de sus señores y, en fin, las hubo que las crearon arbitrariamente. Su uso más antiguo se remonta al medievo y no ha sido infrecuente que lugares, villas y ciudades hayan cambiado de armas en su devenir histórico, como expresión de su personalidad. La ciencia del blasón referida a la heráldica municipal descubre en ésta elementos arqueológicos, advocativos, gráficos, tropológicos e incluso arbitrarios. Por otra parte, la legislación al uso permite que los municipios utilicen un escudo distintivo, fundamentado en hechos históricos, tradicionales o geográficos, en características propias de la corporación, e incluso en su propio nombre.

Lo cierto es que el remozado blasón al que me refiero “trae de azur y una mitra abacial de oro sobre un báculo y una alabarda del mismo metal cruzados en soteur [sic]. Todo ello sobre una triple arcada de medio punto de oro. Bajo el arco central un cazador, secundado en los laterales por sendos ciervos afrontados”. No se sabe a ciencia cierta cuando se adoptó como sello y blasón municipal. En cualquier caso no más allá del siglo pasado, pero sí se conocen sus fundamentos arqueológicos y advocativo-hagiográficos, a los que ahora se superpone la noñez de la extravagante corrección política municipal, en su versión antibelicista.

Resulta que el tercio inferior del blasón reproduce el dibujo de una estela romana, hallada en el término de Espelva, correspondiente al enterramiento de “OCTAVIA, HIJA DE PRUDENTE, DE 30 AÑOS”: bajo un triple arco, un cazador armado de lanza y escudo entre dos ciervos afrontados. Pues bien, es este cazador el que se ve ahora desarmado y queda en una frágil posición de “manos arriba”, “a mí plin” o “que me registren”, que bien pudiera convertirse en el motto de esta versión.

En el tercio superior, la mitra abacial evoca a San Veremundo, pretendido hijo del pueblo y abad benedictino del cercano monasterio de Nuestra Señora de Irache (1056-1092), notable defensor en su tiempo del rito hispano-visigodo o mozárabe en España.

Pero hay más. Cruzados en sotuer, el báculo de dicho abad y una alabarda de incierto origen, que tiene la particularidad de ser dibujada ahora no como en realidad es dicha arma de guerra, sino convertida en un hacha con muy largo mango. Y así, el alcalde, que es un moderno mandria, en vez de evocar orígenes históricos en la romanización, habla de un leñador, «que es más propio, “ya que realizaba su labor en los montes cercanos de Muskilda”».

A falta de actos de administración que luzcan más a favor de los 1069 habitantes del lugar, propondría a los munícipes más modernos de Villatuerta el cambio del nombre del pueblo por Villa-disminuida-sensorial-de-un-ojo, mucho más correcto. Y a aquéllos con más conocimiento de causa les diría que el nombre romance de Villa-torta, suena muy agresivo, pero podríamos actualizarlo como Villatorcida, Villaquebrada, Villatortuosa... Aunque, en realidad, a Patxi se le hubiera hecho el trasero gaseosa pudiéndole llamar Arandibarren con rigor ikastolari.

O mucho me equivoco o la próxima puesta al día del blasón tendrá que ver con la mitra y el báculo, a pesar de la extendida devoción popular: «Mientras el mundo sea mundo, el ocho de marzo San Veremundo». Se pondrán guapos los de Arellano.

sábado, 7 de agosto de 2010

Dolerse de penas


“Nazareno, coge la vela./ Costalero, hunde el hombro,/ Que la noche es larga/ Y los pasos cortos”. Rimas son de Vitaliano y casi, casi, una provocación. Primero en el tiempo fueron asalariados, mozos de cuerda y cargadores de la colla del muelle a jornal. Hoy los costaleros son devotos y, dígase cuanto se diga acerca de la frialdad actual, en las hermandades hay espera en lista, hasta que el abuelo muera o no pueda más.

Probablemente todas las que se cuentan en la Semana Santa sevillana son pequeñas historias, pero tan grandes como el corazón de cada cual. Los turistas incrédulos o inadvertidos las achacan a folclore, pero bajo las ocultas trabajaderas de cada paso hay amor, fervor y sentimiento. Amor a quien se lleva, magia y arte supremo al andar. También se sufre y pasan calamidades arrimando el hombro, metiendo los riñones y doblando, por el enorme peso, la cerviz. Lágrimas por las culpas propias y también de felicidad, al acercar a María hacia su Hijo haciendo la “levantá”, cuando grita fuerte el capataz: “¡al cielo, de verdá!”. Así es la gente que se dice “de abajo”, como Pepe, Pepín, un tipo enjuto y sarmentoso, costalero anónimo que hace cuadrilla con gente principal y el resto del año es albañil.

Nadie sabe del todo decir qué siente el costalero al llevar entre capirotes y sobre los pies, como si de “alfombras de sandalias juntas” se tratase, a la Madre de Dios, al Cristo o escenas de la Pasión. Sea la vivencia, como la de Hidalgo quizá, de “un reencuentro íntimo entre los cielos y la tierra” . Dicen de un novato cofrade que preguntó a sus mayores cuál habría de ser su propósito al comenzar, y éstos le contestaron así: ha de ser la humildad. Dolerte por tus penas y sentirte sólo recompensado por quien alzas al tirón, al tiempo que te regocijas por cuanto disfrutan los demás cada “chicotá”.

¡Que se me jubila la gente!


¡Que se me jubila la gente! Algunos, los más renegados, deseosos de que paren el mundo ―como se decía en mayo del 68― para bajarse en el primer apeadero. Otros deseando tomar posesión de un nuevo y codiciado, aunque resulte más magro, estatuto personal. Todos echando cuentas y haciendo planes con su libertad, frotándose las manos de gozo, suscitando envidiejas. No sé, no sé.

Máxima era del marqués frondista y mundano de La Rochefoucauld, que «antes de desear algo ardientemente conviene comprobar la felicidad que le alcanza a quien ya la posee». Pues eso, que no me es fácilmente comprobable yendo más allá del pellejo de las apariencias. Publio Ovidio Nasón, exilado de Roma en los tiempos de Augusto, recomendaba desde su experiencia aprovechar muy bien el tiempo de la vida, porque pasa con pie rápido y por muy feliz que sea el venidero, es menos dichoso que el pasado.

Mejor estar a lo que estamos. Que sean todos muy felices y que yo los vea.

Cosas inauditas no por falta de oídos, sino de dicentes

Noche cerrada de marzo frío y ventoso. En un aula infantil estamos dieciséis parejas, incluidos los ponentes, dos “repetidores” y veintiocho pretendientes, desde ingenieras industriales a peones de cantera; la mayoría autóctonos, también un francés y una mexicana. Son hermanos en la fe y están dispuestos a contraer conforme a los cánones. Es un buen número para un cursillo de preparación al matrimonio en el Mendialde navarro.

Algo está fallando garrafalmente en nuestra sociedad, y es la fundamentación antropológica de los conocimientos recibidos, en la familia y en la escuela. La gente no sabe por dónde se anda. Empezando por el principio: quién es el hombre, como es el hombre, para qué de la vida del hombre. Parece que haces política al afirmar la radical igualdad y dignidad entre el varón y la mujer, personas libérrimas, completas y complementarias también. Te miran raro cuando afirmas que hay dos formas de realizarse en este mundo como persona, en tanto que varón o como mujer. Y sin embargo, conforme les hablas, van atando cabos sueltos y del estupor pasan a la mirada connivente y al sutil cabeceo aprobador, conforme van comprendiendo que todo tiene que ver con todo, me refiero a las expresiones de lo humano.

Antropología del matrimonio que lleve a explicar las vidas matrimoniales fracasadas

El martirio polaco

Más de dos años han pasado desde que se estrenó, pero ayer noche pude ver, por fín, en casa y a mis anchas, "Katyn", sobrecogedora película del polaco Andrej Wajda, octogenario director de cine a quien adorna una especial sensibilidad narrativa con la imágen, lejos de cualquier sentimentalismo facilón. Y eso que su padre fue despachado por los soviéticos en los bosques de Katyn (1940) y su madre no lo pudo saber sino hasta diez años después. Es una película llena de humanidad que hace memoria histórica de un crimen de guerra, no más allá de la contundente narración de hechos ciertos y la presentación de dramas personales con ribetes autobiográficos, pero en su mayoría femeninos. ¡Qué tesón el de la mujer polaca!

En Polonia quisieron acabar con un pueblo privándolo de su “intelligencja” y, así, mientras los soviéticos masacraban a toda la oficialidad del ejército en Katyn, los nazis liquidaban profesores universitarios. Es una película completa, que también apunta las tragedias conocidas del “nuevo orden” bajo la bota soviética y la mediocridad de los nuevos ricos rápidamente situados.

Las cosas como son. Hasta ayer lo último que había visto de Wajda era “El Silencio Roto”, de 2002, pero desde entonces han pasado muchas cosas. Contaba Wajda en una entrevista que cuando se pasó su obra en el Gran Teatro de Varsovia, en septiembre de 2007, al apagarse las luces tras las escenas finales, se oyó cómo alguien rezaba una oración. Se ha dicho que “en la historia de Polonia se repite la misma biografía simbólica: la víctima inocente, el martirio, la muerte y la redención”. Nunca ha perdido la confianza en el resurgir de su nación.

ZEZENA


Siendo chico aprendí la triquiñuela mnemotécnica y, además, en 3D.

Sería el año 1956, finalizando el curso, cuando los padres jesuitas nos llevaron de excursión dominical a la playa. Era la excursión por antonomasia de los años colegiales. Un plan largamente esperado al finalizar el curso, porque nos cundía mucho: se partía pronto de Pamplona para oír misa en Loyola, darse un baño en las playas de Zumaya y terminar la tarde en Guetaria, donde la Compañía poseía una desportillada villa, rodeada de prados en ladera, con aspecto todo ello de legado testamentario. Se encontraba en algún punto donde la costa formaba una rocosa caleta junto a la carretera a Zarauz, que separaba la finca de la orilla del mar. La pequeña playa tenía las aguas frías y siempre llenas de repugnantes algas verdes, que no nos impedían tomar el baño a pesar, también, de la fuerte y peligrosa resaca. A la villa, desde la que se divisaba el famoso Ratón y su rabo, sólo subíamos para refugiarnos cuando amenazaba la lluvia.

Esta vez nos acompañaron como responsables el hermano Azcue y, no sé por qué, el padre Odriozola, que era profesor de Física y Química de los mayores. También se sumó don Javier Igal, maestro seglar que impartía clases a la sección B de la Preparatoria Segunda. Salímos de Pamplona en asmático autobús camino de Tolosa, por el puerto de Azpíroz, de trazado aventurado y pendientes desventuradas en las que los camiones “perdían” los frenos y besaban los pretiles de piedra con las carrocerías. De Tolosa, que apestaba por causa de las papeleras allí ubicadas que aportaban, además, abundantes natas espumantes al río Oria, seguimos camino del valle del Urola hacia Azpeitia, rumbo a Loyola. Pasado Bidaia, la carretera ascendía zigzagueando por el alto de Régil, cuajado de prados y bosquetes de la parte de Ezama e Ibarbia. Enseguida llegaríamos a la casa-palacio y santuario del banderizo oñacino, que acabaría en santo de altar. Finalizada la misa, el ritual exigía dar cuenta apresurada de un bocadillo del companage preparado por nuestras madres y un botellín del refrescante e inigualado Orange Crush.

Durante el viaje en el autobús no se oía música. La radio, aún de válvulas, captaba solo ruidos e interferencias. Entonces no existían siquiera cassettes. Los chicos cantábamos canciones de autobús: “Conductor, conductor acelere, acelere, acelere…”, “Las vacas del pueblo ya se han escapau, riau, riau…”; otras de carácter vascongado, ya que a la playa íbamos: “Desde Santurce a Bilbao…”, “Boga, boga, mariñelak…”, “Por el río Nervión bajaba una gabarra, rúmbala, rúmbala rum…”. De “El vino que vende Asunción…” nos gustaba cantar a voz en cuello el estribillo: “a mí me gusta el pin piribin pin pin,/ de la bota empinar, parara, pan, pan,/ con el pin piribin pin pin,/ con el pan, parara, pan, pan,/ al que no le gusta el vino,/ es por no pagar (bis),/ o no tiene un real”. Demostrando agudezas, los curas nos proponían pareados para que les siguiéramos con la matraca “Carrascal, Carrascal,/ qué bonita serenata,/ Carrascal, Carrascal,/ ya me estás dando la lata”. Indefectiblemente, acabábamos por cansancio cantando el pesadísimo “Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”, hasta que nos mandaba callar el iracundo Igal, ¡por “mostillos”!

Entre Régil y Azpeitia siempre entonábamos, bordado, Iñazio gure Patroi aundia, Jesusen kompania eta dezu amatu... Nos sabíamos de memoria el himno de la Compañía, aunque en castellano siempre perdíamos el resuello precipitándonos en el crescendo que acababa en los “lábaros”.

Y si no cantábamos, admirábamos el paisaje o discutíamos de fútbol, del Athleti, la Real Sociedad y, menos, de Osasuna, los tres en Primera División. Aún coleaba en el imaginario popular el gol de Zarra que permitió a España batir a la pérfida Inglaterra en los campeonatos del mundo de 1950, en Brasil. Mandaba el fútbol y sus figuras: Kubala, Di Stefano, Kopa… Al atleta Joaquín Blume lo conocíamos como “el Cristo de las anillas”; Goyoaga, el jinete olímpico, era de más alcurnia, por montar a caballo. También teníamos preferidos entre ciclistas como Louison Bobet, Fausto Coppi, y los compatriotas Guillermo Timoner y Bahamontes, e incluso el local Galdeano. ¡Hala Galdeano!, le animábamos desde las cunetas navarras viéndole pedalear baldado. Y qué decir del argentino Juan Manuel Fangio, que batía entonces todos los records mundiales de automovilismo, a bordo de sus Alfa Romeo, Maserati, Ferrari y Mercedes-Benz.

Todo esto, en realidad, viene a cuento de cómo me instruyeron para mejor recordar.

Los chicos navarros nos vanagloriábamos de Javier Ochoa, “el león navarro”, campeón europeo y mundial de grecorromana en los años 20, a quien es obvio que no pudimos conocer, pero sí recibimos de nuestros mayores su legendaria fama para, una vez magnificada, contraponerla a la de Paulino Uzcudun. Era éste un gigantesco vasco de 1,90 m. de altura, campeón de España y de Europa de los pesos pesados, quien recibió el único K.O. de su vida peleando el campeonato del mundo contra Joe Louis, en el Madison Square Garden de Nueva York. Pues bien, llegados a Régil, el padre Odriozola ―guipuchi declarado― tuvo a gala “recordarnos” que Uzcudun nació en un caserío de dicho pueblo; que era el menor de nueve hermanos y que siendo casi niño destacó como aizcolari y luego ―apretaba la beharra― en Francia, como boxeador con un gran poderío físico, temible pegada, gran capacidad de encaje y… proverbial apetito. Y, sacando la veta docente, añadió:

―«¿Sabéis como se dice al toro en vascuence?»
―¿…?
―«Pues zezena» ―nos ilustró a todos, castellano parlantes. Y nos enseñó el truco para recordar la equivalencia toro-zezen.
―«Muy fácil, pues. Pensad que, puestos a comer, por lo menos “Uzcudun se cena un toro”. ¿Entendéis? Se cena… se sena… zezena. A esto ―añadió― se le llama mnemotecnia, que no se os olvide. »

Así fue cómo aprendí mnemotecnia en 3D, aunando el artificio pedagógico que es, la iconografía mitológica del deporte y el vascuence durante una excursión. Y todo sin gafas,no como ahora.

ILUSO

Me llamaron iluso porque estaba dando a otro, bastanter astuto, una nueva oportunidad, cuando los usos prescriben que debía cerrarle definitivamente el paso y dejarlo en evidencia, a la intemperie con su propia realidad, desentenderme y quedarme mirándolo, como quien dice, desde la barrera. ¡Ahí te jodas, caaabrón! Pues prefiero pasar por iluso que ser taimado, aunque conviene estar avisado.

Estoy contento. Ya pasó un año.