sábado, 7 de agosto de 2010

ZEZENA


Siendo chico aprendí la triquiñuela mnemotécnica y, además, en 3D.

Sería el año 1956, finalizando el curso, cuando los padres jesuitas nos llevaron de excursión dominical a la playa. Era la excursión por antonomasia de los años colegiales. Un plan largamente esperado al finalizar el curso, porque nos cundía mucho: se partía pronto de Pamplona para oír misa en Loyola, darse un baño en las playas de Zumaya y terminar la tarde en Guetaria, donde la Compañía poseía una desportillada villa, rodeada de prados en ladera, con aspecto todo ello de legado testamentario. Se encontraba en algún punto donde la costa formaba una rocosa caleta junto a la carretera a Zarauz, que separaba la finca de la orilla del mar. La pequeña playa tenía las aguas frías y siempre llenas de repugnantes algas verdes, que no nos impedían tomar el baño a pesar, también, de la fuerte y peligrosa resaca. A la villa, desde la que se divisaba el famoso Ratón y su rabo, sólo subíamos para refugiarnos cuando amenazaba la lluvia.

Esta vez nos acompañaron como responsables el hermano Azcue y, no sé por qué, el padre Odriozola, que era profesor de Física y Química de los mayores. También se sumó don Javier Igal, maestro seglar que impartía clases a la sección B de la Preparatoria Segunda. Salímos de Pamplona en asmático autobús camino de Tolosa, por el puerto de Azpíroz, de trazado aventurado y pendientes desventuradas en las que los camiones “perdían” los frenos y besaban los pretiles de piedra con las carrocerías. De Tolosa, que apestaba por causa de las papeleras allí ubicadas que aportaban, además, abundantes natas espumantes al río Oria, seguimos camino del valle del Urola hacia Azpeitia, rumbo a Loyola. Pasado Bidaia, la carretera ascendía zigzagueando por el alto de Régil, cuajado de prados y bosquetes de la parte de Ezama e Ibarbia. Enseguida llegaríamos a la casa-palacio y santuario del banderizo oñacino, que acabaría en santo de altar. Finalizada la misa, el ritual exigía dar cuenta apresurada de un bocadillo del companage preparado por nuestras madres y un botellín del refrescante e inigualado Orange Crush.

Durante el viaje en el autobús no se oía música. La radio, aún de válvulas, captaba solo ruidos e interferencias. Entonces no existían siquiera cassettes. Los chicos cantábamos canciones de autobús: “Conductor, conductor acelere, acelere, acelere…”, “Las vacas del pueblo ya se han escapau, riau, riau…”; otras de carácter vascongado, ya que a la playa íbamos: “Desde Santurce a Bilbao…”, “Boga, boga, mariñelak…”, “Por el río Nervión bajaba una gabarra, rúmbala, rúmbala rum…”. De “El vino que vende Asunción…” nos gustaba cantar a voz en cuello el estribillo: “a mí me gusta el pin piribin pin pin,/ de la bota empinar, parara, pan, pan,/ con el pin piribin pin pin,/ con el pan, parara, pan, pan,/ al que no le gusta el vino,/ es por no pagar (bis),/ o no tiene un real”. Demostrando agudezas, los curas nos proponían pareados para que les siguiéramos con la matraca “Carrascal, Carrascal,/ qué bonita serenata,/ Carrascal, Carrascal,/ ya me estás dando la lata”. Indefectiblemente, acabábamos por cansancio cantando el pesadísimo “Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”, hasta que nos mandaba callar el iracundo Igal, ¡por “mostillos”!

Entre Régil y Azpeitia siempre entonábamos, bordado, Iñazio gure Patroi aundia, Jesusen kompania eta dezu amatu... Nos sabíamos de memoria el himno de la Compañía, aunque en castellano siempre perdíamos el resuello precipitándonos en el crescendo que acababa en los “lábaros”.

Y si no cantábamos, admirábamos el paisaje o discutíamos de fútbol, del Athleti, la Real Sociedad y, menos, de Osasuna, los tres en Primera División. Aún coleaba en el imaginario popular el gol de Zarra que permitió a España batir a la pérfida Inglaterra en los campeonatos del mundo de 1950, en Brasil. Mandaba el fútbol y sus figuras: Kubala, Di Stefano, Kopa… Al atleta Joaquín Blume lo conocíamos como “el Cristo de las anillas”; Goyoaga, el jinete olímpico, era de más alcurnia, por montar a caballo. También teníamos preferidos entre ciclistas como Louison Bobet, Fausto Coppi, y los compatriotas Guillermo Timoner y Bahamontes, e incluso el local Galdeano. ¡Hala Galdeano!, le animábamos desde las cunetas navarras viéndole pedalear baldado. Y qué decir del argentino Juan Manuel Fangio, que batía entonces todos los records mundiales de automovilismo, a bordo de sus Alfa Romeo, Maserati, Ferrari y Mercedes-Benz.

Todo esto, en realidad, viene a cuento de cómo me instruyeron para mejor recordar.

Los chicos navarros nos vanagloriábamos de Javier Ochoa, “el león navarro”, campeón europeo y mundial de grecorromana en los años 20, a quien es obvio que no pudimos conocer, pero sí recibimos de nuestros mayores su legendaria fama para, una vez magnificada, contraponerla a la de Paulino Uzcudun. Era éste un gigantesco vasco de 1,90 m. de altura, campeón de España y de Europa de los pesos pesados, quien recibió el único K.O. de su vida peleando el campeonato del mundo contra Joe Louis, en el Madison Square Garden de Nueva York. Pues bien, llegados a Régil, el padre Odriozola ―guipuchi declarado― tuvo a gala “recordarnos” que Uzcudun nació en un caserío de dicho pueblo; que era el menor de nueve hermanos y que siendo casi niño destacó como aizcolari y luego ―apretaba la beharra― en Francia, como boxeador con un gran poderío físico, temible pegada, gran capacidad de encaje y… proverbial apetito. Y, sacando la veta docente, añadió:

―«¿Sabéis como se dice al toro en vascuence?»
―¿…?
―«Pues zezena» ―nos ilustró a todos, castellano parlantes. Y nos enseñó el truco para recordar la equivalencia toro-zezen.
―«Muy fácil, pues. Pensad que, puestos a comer, por lo menos “Uzcudun se cena un toro”. ¿Entendéis? Se cena… se sena… zezena. A esto ―añadió― se le llama mnemotecnia, que no se os olvide. »

Así fue cómo aprendí mnemotecnia en 3D, aunando el artificio pedagógico que es, la iconografía mitológica del deporte y el vascuence durante una excursión. Y todo sin gafas,no como ahora.