martes, 25 de octubre de 2011

Lucinda


Es la gran plaza, dedicada a un prócer local, la que a media mañana de los días soleados de otoño se llena de un numeroso parque móvil empujado por melosas panchitas, aunque también los hay automotores. Hacen corros las ancianas, donde se parlotea animadamente de lo humano. Casi siempre de achaques, males y pastillas. Suelo poner la oreja a lo que dicen y nadie brinda un recuerdo al socorrido “en mis tiempos”. Viven al día, con el beneficio de la medicina y los servicios sociales, la prórroga de la que no hubieran disfrutado en aquéllos.

Les basta un perro para ligar con quien lo pasea. Lo chistan para atraer su atención y recuerdan entonces al que en tiempos se les murió, aunque en realidad no fuera can, sino gato de granero en el pueblo de su primera juventud. El mío es mascota de compañía, el de ellos minino hijo de su madre y un padre cualquiera, cimarrón. Este cuadro se repite por las tardes, poco antes de caer el sol, aunque más difuminado por la numerosa juventud cervecera de la cercana universidad, que chicolea en las concurridas terrazas.

Ayer reparé en ella. Había tenido la caridad de sacar para lucir los guapos a sus viejas tías, que cotorreaban en el banco próximo. No era una treintañera agraciada. Prietas sus blancas carnes por el minivestido aleopardado, subida en unos tacones como un escabel, hablaba sin dar tregua por el celular mientras daba cortos paseos alrededor de sí misma, aplomada con las piernas abiertas. No sé qué instrucciones daba de fundamento a su interlocutor, pero denotaba que alimentaba su ego con la pose y el ademán calentón. Parece que estuviera sola en el mundo. De haber nacido unos años después no se hubiera llamado Lucinda, como requerían las tías de su atención.