lunes, 9 de junio de 2014

El pozo en el albero


Llega una edad en la que se te destapan los recuerdos, te refocilas malamente en ellos y te consuelas añorando vergonzosamente: ¡que me quiten lo bailao! Mísero agarradero, porque la tuya —como aquella del personaje Frederik Welin—es «la crónica de una vida que ha perdido el hilo». Échate las cuentas,  porque probablemente caes en el vacío.

Al pozo voy en silencio a calmar mi sed. Sentado en su brocal, en medio del albero, revivo mi aventura entre el nacer y lo que será el morir. Me echo las cuentas de mis cuatro días y no hallo rubíes ni esmeraldas, tan solo cristalitos de colores, wampun que se ofrece a los indígenas para distraer su atención, para así crear un mundo ficticio y fugarme a él.

«A veces te hundes, caes
en tu agujero de silencio,
en tu abismo de cólera orgullosa,
y apenas puedes
volver, aún con jirones
de lo que hallaste
en la profundidad de tu existencia.»

(Pablo Neruda, El pozo)

Y me propongo, como si saliera del pozo con jirones, un viaje a mi interioridad, para mirar al pasado y encontrarme, contemplar el camino recorrido y cambiar mi rumbo. ¿Qué tengo dentro? ¿Cuál es mi experiencia, mi vida vivida? Mirar también si cabe el futuro, el qué espero de él, estando despierto, being ready como scout de Baden Powel que soy. Porque es un hecho que aquí en, en este albero, no quedará nadie. Volver a lo esencial, poner las cosas en perspectiva e izar bandera, sin agobio, sin preocuparme en el presente por lo que será el futuro. Dejándome llevar por Dios.

«—Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas. Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina» (Juan Ramón Jiménez, “El pozo”. Platero y yo)

Pozoalbero, 2007