martes, 8 de septiembre de 2015

El bosquecillo


La de anoche fue una noche de insomnio y de olmos. Hacia el mediodía una bonita joven me preguntó acerca del Bosquecillo: no entendía por qué se llamaba bosquecillo a una tan escueta extensión de arbolado ciudadano en las traseras de un gran hotel, como relegada a ser adorno de la entrada de servicio. Y le conté cómo todo no siempre fue como lo ve, porque antes de un hotel yo conocí un bosquete prieto de olmos de gran porte que medio escondían un gran palomar y bordeaban el estanque donde los patos hacían cuá-cuá a cualquier niño que llevara un trocito de pan en la mano. Al mediodía de los domingos, frescos bajo su sombra, los ciudadanos se solazaban escuchando a la afamada banda municipal, que se arrancaba con piezas del romanticismo austriaco o con pasodobles que nadie bailaba, porque no se trataba de eso, sino de disfrutar de la música y leer el periódico con atención. Hasta las damas y caballeros más circunspectos terminaban la mañana tomando un vermut con olivas en las mesas de tijera o sobre el mismísimo cinc de “El Alemán”.

El bosquecillo ya no es tal. Un día los empleados municipales lo fumigaron con una pócima pestilente, repitieron al poco y talaron todos los olmos después. Tenían grafiosis y nadie sabía qué era tal, acaso una peste arbórea muy contagiosa que dejó un paisaje desolador de sanguinolentos tocones. Luego, aún palpitantes las vetas, con palancas, hachas y grúas los arrancaron con esfuerzos sobrehumanos, hasta dejar arrasado el suelo antes cuajado de hojas y flores. Porque los olmos daban flores, sí querida.

Los munícipes salieron bien del mal paso, porque inmediatamente trasplantaron plátanos de Indias pero, de paso, dejaron que se hiciera el hotel. Vuelan hoy palomas maltrechas, pero no tienen palomar; tampoco hay estanque, ni patos, ni las ocas que los sustituyeron un día, porque se los cenaron unos gamberros. La banda no toca; ya ni va. No hay flores por las copas, sino pilongas en sazón que un buen susto te pueden dar. Falleció un mal día el alemán y echaron el cierre. Hoy, de aquél entonces que refiero sólo quedan los urinarios públicos, edificio de estilo que tiene mérito para quien diseñó sus planos y para quien se alivia al pasar.

Lástima que entonces no se hubiera llegado a la perfección biotecnológica de hoy, porque con nuestros viejos olmos antes que fumigarlos nos podrían haber hecho otros de encargo. Según leo estupefacto resulta que, enredando en el laboratorio, los tecnólogos de la empresa Glowing Plant secuenciaron el ADN de una luciérnaga y el de una planta para crear un nuevo ADN que, introducido en un olmo, da como resultado un árbol que produce luminiscencia.


De haber sido ahora quizá nuestro olmedo hubiera sobrevivido y, con la conciencia ecológica que hoy gastamos, no tendríamos hotel, sino sombra luminiscente y galopes austríacos con las olivas y el vermut del alemán redivivo.