lunes, 6 de junio de 2011

Retales

Vuelto de Polonia, dejé escrito un papel donde me explicaba que nunca he querido visitar un campo de prisioneros y menos aún de exterminio. No he deseado alimentarme el morbo. Pero sí he considerado detenidamente la anulación de la vida que en ellos se practicó, bien por exterminio (quizá la más leve) o por aplanamiento. Fue determinante la lectura de Victor Frankl.


En otro papel decía que me impresionó descubrir ―¡por primera vez en mi vida!—que la importancia del holocausto no depende tanto de su magnitud como de su significado en términos de vidas personales rotas, insustituibles por su carácter único, singular e irrepetible, en términos de trabajo creador y de capacidad truncada de amar.


Se ha dicho que la “solución final” pasó a ser holocausto cuando los judíos muertos recobraron sus nombres y apellidos. Es atroz.
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Cada vez hay más gente que viste pelo blanco reluciente. Ellas se atizan un buen botellazo para obtenerlo; algunos de los otros tiran también de botella, pero para ocultarlo y les queda una cosa como “felpudo ratonero”, en descriptiva expresión de Juan Manuel de Prada.


Si el pelo fuera importante, crecería para adentro, aforismo argentino. Quizá por eso, más que lucir oronda calva, hay quien prefiere rasurarse el cuero y que brille. El peluquín es cosa de falsarios.


De soltero tuvimos en casa un perro bóxer experto en detectar pelucas. Era un don natural, porque no fue adiestrado. Descubrimos su habilidad cuando, un día, apareció por casa una cuñada de mi madre luciendo melena rubia cuando ella, en realidad, era morena y de pelo corto y lacio. El perro se puso como loco y, desde entonces, pudimos conocer a la gente que vestía postizos.
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¿Cuál es nuestra idea de lo que hoy es importante? ¿Es lo que en otro tiempo fue del mismo grado de importancia?
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Celebrar la vida y poner en común algo de lo que nos es común, a fin de superar el cansancio en las almas, el agotamiento físico y la resignación. Buscar una regeneración.
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De los fracasos no siempre surgen consecuencias positivas. Hay que extraerlas y trabajarlas. El riesgo es dejarnos llevar por el desaliento o un cálculo negativo en vez de por una ilusión sugerente para nuestro actuar.
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Ya está definido el mal que aqueja a nuestra época. Al diagnóstico le sigue la negación del mal, cuando debería seguir una terapia. Estamos en probatinas mientras se agudizan los síntomas de un mal que nos desfallece, a nosotros, que antes éramos sociedad.
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Cuando el fraile habla atinado se le cierra un párpado, como si con el otro ojo estuviera poniendo los puntos a las perdices. No yerra el tiro, cobra la pieza, ¡ya lo creo!, y no hace cuestión de ello.