miércoles, 8 de junio de 2011

El corral como refugio

Ordenaba papelotes que amarillean y añosos apuntes sobre la Negritud y me he topado con la alegoría de El águila que no quería volar, del metodista ghanés James E. K. Aggrey (1875-1927). Le acompaña un retal de fotocopia, que pierde ya el toner, con una narración alternativa de la mano del entredicho jesuita Anthony de Melo (1931-1987). Autores y narraciones son divergentes y fueron escritas en muy distintas circunstancias, pero hoy ―como se verá― no resultan precisamente extemporáneas. Comienzo por el texto alternativo, que es el de Tony de Melo:

«Un hombre encontró un huevo de águila. Se lo llevó y lo colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con la nidada de pollos.
Durante toda su vida, el águila hizo lo mismo que hacían los pollos, pensando que era un pollo. Escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, al igual que los pollos. Después de todo, ¿no es así como vuelan los pollos?
Pasaron los años y el águila se hizo vieja. Un día divisó por encima de ella, en el límpido cielo, una magnífica ave que flotaba por entre las corrientes de aire, moviendo apenas sus poderosas alas doradas.
La vieja águila miraba asombrada hacia arriba. “¿Qué es eso?”, preguntó a una gallina que estaba junto a ella. “Es el águila, el rey de las aves”, respondió la gallina. “Pero, no pienses en ello. Tú y yo somos diferentes de él”.
De manera que el águila no volvió a pensar en ello. Y murió creyendo que era una gallina de corral.»

James Emman Kwegyir Aggrey, apasionado por la educación del hombre africano, la narró solemnemente así:

«Un hombre, mientras caminaba por el bosque, encontró un aguilucho. Lo llevó a su casa y lo puso en su corral. Muy pronto el aguilucho aprendió a comer y a vivir como los pollos.
Un día pasó por allí un naturalista y, sorprendido, preguntó al propietario por qué razón un águila, el rey de todas las aves y pájaros, tenía que permanecer encerrada con los pollos. Y aunque el propietario insistía en que ya no era un águila porque aprendió a vivir y a comportarse como los pollos, él insistió: “Sin embargo, tiene corazón de águila y con toda seguridad se le puede enseñar a volar”. Y cogiéndola en sus brazos dijo al águila: “Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela”. Pero el águila, confusa, saltó y se reunió de nuevo con los pollos. Al día siguiente la llevó sobre el tejado de la casa y le volvió a repetir: “Eres un águila, abre las alas y vuela”. Pero el águila tenía miedo de su yo y del mundo desconocido y buscó de nuevo a los pollos.
Al tercer día, el naturalista se levantó temprano y, sacando el águila del corral, la llevó a una montaña. Una vez allí, alzó al rey de las aves y le animó diciéndole: “Eres un águila y perteneces tanto al cielo como a la tierra. Ahora, abre las alas y vuela”. El águila miró alrededor, hacia el corral y arriba hacia el cielo. Pero siguió sin volar. Entonces, el naturalista la levantó directamente hacia el sol; el águila empezó a temblar, a abrir lentamente las alas y, finalmente, con un grito triunfante voló alejándose en el cielo.»

Recuerda El patito feo, de Andersen, pero hubiera sido peor para la rapaz que las gallinas, además, se burlaran de ella.