viernes, 4 de abril de 2014

Ahora hago nuevas todas las cosas



No tengo interiorizado —ni por supuesto explicitado— que estoy al final de la vida. Quizá porque —¡infeliz de mí!— todavía no caigo entre la media estadística de las defunciones. Aunque esté mi cuerpo “tocado”, toda mi vida está llena de mundo, de ruido del que no me puedo despojar, cuando antes amaba la alegre soledad. ¿Serán —me pregunto— los estertores de la juventud? No sufro, sin embargo, los síntomas de la llamada “edad del pánico”: tratamientos antiedad, clínicas de reparación estética, viajes de ensueño, ligues desproporcionados… Valen también, aunque en menor medida, un teñido estrepitoso, un bronceado envidiable, un repeinado gomoso, tatuajes… Ni sufro esos síntomas —digo— ni creo hallarme en el “agujero sociológico” progresivamente despojado de principios, creencias y valores, al tiempo que atado a los tópicos del presente. Me gusta en exceso, al tiempo que me repele, ser de este mundo.



Me repele, y estoy enfermo de desencanto; apenas creo  ya en nada grande, estoy de vuelta, he perdido capacidad de emoción. Y, sin embargo no ha muerto mi alma. Tiendo la mano al futuro, la saco de esa olla podrida llena de esas pequeñeces que Platón decía que no merecen en absoluto ser tomadas en serio. Aún estoy en el ejercicio del ideal y, si he perdido protagonismo por la edad, tengo a mi vera sobresalientes que terminarán dignamente la faena.

Con los años sí que he ido ganado sensibilidad, que me permite ver y valorar aquello que presenta una belleza y un encanto o una dimensión sutil. No me muevo entre grandes espacios, sino entre los pequeños, que me llevarán hasta los espacios personales. Valoro más lo concreto que lo abstracto, lo particular que lo general. Así —en lo material— me lo expresa la fotografía. Disfruto más la identidad y los matices de lo enfocado, y le doy el valor que en el conjunto del horizonte, a simple vista, no aprecio. El color es la geografía de nuestra alma, dijo el gran pintor. Encuadro con la mirada un árbol y me extasío viendo de cerca los musgos que recubren su cara norte. Quizá me compre un microscopio, como el que tuve en mi adolescencia, que me acerque más a la naturaleza para descubrir aquéllos y clasificar miles de bellísimos granos de polen. Pero me separará del hombre, porque el hombre concreto tiene una dimensión macro: la de su mundo vital.