miércoles, 10 de diciembre de 2014

Aguas y una Salve


Romero a Ujué. 1997.
Era un amanecer frío, muy frío, con un viento racheado que afilaba el cresterío. Llovía con intensidad. Impertérrita caminaba una larga hilera de hombrones entunicados de negro, ceñidos con soga y cubiertos con negros verdugos de paño, portando negras cruces, algunas floridas, y faroles. Cantaban el Rosario y las Letanías. Se asemejaba a una estampa extraída de la España Negra preconcebida por Regoyos y Verhaeren. Arreciaba el agua y los verdugos y el hábito estaban empapados. Algunos, los más avisados, se habían cubierto con fantasmas, una suerte de amplios ponchos de fino plástico que llevan capucha y se atan a la cintura. Los más desgraciados nada traían y otros, víctimas de la modernidad, sacaron del bolsillo pequeños paraguas telescópicos que compraron a los chinos. Mi amigo era de éstos: extrajo el artilugio de entre sus refajos, pasó la cinta de seguridad por la muñeca y perdió la funda; luego, costosamente, lo abrió e inmediatamente se lo volvió el viento del revés y del derecho hasta cuatro veces. Me miró y dijo estupefacto: «me lo ha descojonado». Y soltó los alambres y el jirón de tela al aire mientras  exclamaba resignado: «¡Llévatelo, jodé, llévatelo!!» y la siguiente racha se lo arrebató.


Siguió a pelo, verdaderamente hundido, para saludar a la Virgen y cantar esa Salve que no implora, sino que grita peticiones con amor.