domingo, 30 de noviembre de 2014

El bebé Dios


Al otro lado del grueso cristal está el nido del hospital maternal, que guarda a los últimos niños aquí nacidos. Son pocos, unos blanquitos sonrosados y los más morenitos. Todos inocentes. Unos supongo que bienvenidos para la felicidad de sus padres, otros —a veces no puedo liberarme del pensamiento que hace crujir mis honduras— sobrevivientes del exterminio de no ser por… Son los bebés los seres más desvalidos de la naturaleza, pero en ellos reside el futuro del mundo. Debieran ser nuestra esperanza. Con la mirada puesta en ellos, el silencio umbroso del pasillo me lleva a otro pensamiento, de adviento.

La religiosidad popular se expresa como Dios la da a entender. A veces de modo incoherente. Es el caso del despropósito piadoso que representa al niño Enmanuel, impartiendo con su manita recién nacida su bendición a los hombres de buena voluntad que se acercaron a él, tras ser convocados por esos angelotes regordetes y alados con los que vestimos nuestros belenes. Y no, no pudo ser así, porque por mucho que fuera Hijo de Dios, el recién nacido tuvo que ser un bebé inerme, con sus arrugados dedos y quebradizas uñitas cerrados en apretados puños, recogido en postura fetal y dormido al calor del seno materno virginal. Habría pesado, quizá, entre 2,5 y 4 kilogramos y medido entre 35 y 45 centímetros de largo. No, un ser tan frágil no pudo bendecirnos. Otra cosa es que los angelotes dieran voces al universo entero con la buenanueva que inició la historia de la Redención, la que aún fecha nuestros días hasta que el laicismo que nos corroe repare en ello y establezca una nueva datación, aprovechando las témporas o los plenilunios. Qué sé yo.


Este año voy a poner en mi belén un nene recién nacido, a un mamoncillo como éstos que tengo ante mí, que sólo lloran por hambre o por incomodidad, porque no conocen el frío. Será en coherencia con las ciencias humanas y en homenaje a los millones de bebés por el hombre exterminados. Y me sentiré bendecido por Él.