Soy goloso y a mí me gusta la comida de obrador, es decir, bollos, pasteles
y tartas. Tampoco hago ascos al chocolate a la taza, en forma de trufas o bombones,
con naranja confitada o bien placas de urrekin
egiña, como hacen en Elizondo, que lleva unas avellanas de aquí te espero.
Ahora sí, éste tiene que ser beltza,
porque esneduna no va conmigo y menos
aún zuria . Aprecio también el bizcocho, pero un mil hojas bien hecho, en su
punto, no tiene parangón, sea dulce o salado.
La crema inglesa, ¡ummm!, y no digamos la pastelera entre hojaldres ¿Y la
trufa con o sin la pizca de café? Los
mazapanes tienen que ser muy finos, porque a la pastelería levantina o del sur
le tengo prevención. Es mora, demasiado dulce y resulta basta y muy pesada para
mí. Como el turrón. Es en todo el norte donde en general se hace buena
pastelería, fina, desde Asturias hasta aquí.
Es un vicio que me viene de familia. En la calle de las Sierpes, en
Sevilla, hay una pastelería que se llama Ochoa, como se apellidaban sus
propietarios. Allí recalamos una tarde de verano mi tío y yo. Llegábamos de
Córdoba y sin comer. Nos quedamos mirando el mostrador y sin mediar palabra
entramos y nos embutimos a cada cuatro pasteles de tamaño natural y otro a
medias, con té frío. Creo que el té nos salvó, porque hubiéramos reventado. Es
muy común en mi familia, si los pasteles son grandes, el cortarlos por la mitad
para que todos los comensales prueben de todos. Después de la pastelada nos fuimos
a dormirla al patio del hotel y cenamos a las mil.
Ahora mi tío está kudido —le
dicen sus amigos leizarras—, con la glucemia por las nubes y la insulina en el
bolsillo. Miramos juntos los pasteles y él, con el índice de la mano derecha me
señala y dice: «ese tiene que estar de muerte, ya me dirás». Y yo voy, lo como,
y le digo, por caridad.