Me hubiera gustado ofrecerle tantas veces un cálido abrazo, para que en él
se refugiara y llorase sus pesares. Me hubiera bastado a mí sentir su
silenciosa conmoción. Y, luego, su paz. Porque al desahogo del llanto sigue la
paz y la petición de un perdón avergonzado a quien se lo enjugó. Pero no
hubiera sido prudente, no. También ella lo sabe.
Y esa calidez se la he querido dar yo con mi mala caligrafía y mi añosa voz,
aunque ella siempre me ha escrito más, embarullada a veces con desesperada
coherencia, rehuyendo afrontar dolores dados por insufribles ¿O es una
incoherencia que producen las dudas y los miedos?
Una permanente defensa la suya que no arguye sentires, sino genealogía
diplomática, que deja entrever las junturas de su ya herrumbrosa coraza, allí
donde el puñal hace carne mientras ella, herida, escupe con vivísimo grito
lágrimas y sangre, sobre todo lágrimas de infelicidad. Entonces hay que dejarle
que desbarre hasta que se agote, hasta que no tenga más que escupir, pero
tendiéndole la mano antes de que, rota la lanza, vuelva grupas y se aleje, perdidas
las bridas de su montura, de regreso al país del desamor.