jueves, 6 de noviembre de 2014

La dama de los guantes de nitrilo


Me hubiera gustado ofrecerle tantas veces un cálido abrazo, para que en él se refugiara y llorase sus pesares. Me hubiera bastado a mí sentir su silenciosa conmoción. Y, luego, su paz. Porque al desahogo del llanto sigue la paz y la petición de un perdón avergonzado a quien se lo enjugó. Pero no hubiera sido prudente, no. También ella lo sabe.

Y esa calidez se la he querido dar yo con mi mala caligrafía y mi añosa voz, aunque ella siempre me ha escrito más, embarullada a veces con desesperada coherencia, rehuyendo afrontar dolores dados por insufribles ¿O es una incoherencia que producen las dudas y los miedos?

Una permanente defensa la suya que no arguye sentires, sino genealogía diplomática, que deja entrever las junturas de su ya herrumbrosa coraza, allí donde el puñal hace carne mientras ella, herida, escupe con vivísimo grito lágrimas y sangre, sobre todo lágrimas de infelicidad. Entonces hay que dejarle que desbarre hasta que se agote, hasta que no tenga más que escupir, pero tendiéndole la mano antes de que, rota la lanza, vuelva grupas y se aleje, perdidas las bridas de su montura, de regreso al país del desamor.