A pelota se ha jugado siempre, bueno, hasta hace poco.
Desde muy niños. Bastaba una pared medianamente lisa y un suelo de cemento o de
asfalto. Si era de tres paredes mejor y si una estaba a la izquierda se
convertía de inmediato en nuestro frontón. De lujo, fuera atrio de la iglesia o
escuela. El reglamento era el que nos poníamos los jugadores, al modo que
hacían los mayores, pero sin “chapa”, “ancho”, “falta” ni “pasa”. Bastante
teníamos con darle con la mano a la pelota, muerta de críos y más viva conforme crecíamos. Alguna vez, no
teniendo otra cosa, llegamos a jugar con duras pelotas de pala e incluso a pelo
con bolobetas.
Sabíamos gritar eso de ¡vooooy! y ¡aire-aire!,
como los mayores, pero teníamos dos gritos de dolor propios: cuando no
encajabas la pelota en la palma de la mano y la golpeabas con las yemas de los
dedos o el pulpejo y veías las estrellas, el grito doliente era un sorprendido “¡otz!”; pero si metías la zurda contra
la pared el berrido era un repetido “¡uy-uy-uy
ama, uy-uy-uy ama!” y la mano averiada iba inmediatamente al sobaco
derecho, cuyas propiedades sanadoras desconozco.
(Publicado en el blog lovelybaztan.com el 8 de noviembre de 2014)