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Los galeotes. Carnaval de Cádiz, 2001 |
Desarbolada la nave del momio y a merced de las olas, que se cuelan por
las vías de agua, los reclutadores en tierra dan voces requiriendo nuevos remeros
para que lleven la nave a tierra. A tierra para encallarla y siquiera salvar
los pertrechos, porque nadie ha habido, ni en el gobernalle ni en las velas, que
supiera llevarla a buen puerto. El señuelo es patriótico y te muestran el
torrotito que aún se tiene, antes de que lleguen los otros. Pero si levantas la
vista al puente aprecias que hay un mogollón de mudos pasajeros, que se dan
puñadas para agarrarse donde fuere.
El pueblo ya no es remero porque se ha reconocido galeote, atado al banco
y al remo, maltratado a latigazos, a pan y agua y callado hasta reventar. Se ha
reconocido vil chusma entre quienes se beneficiaban de su esfuerzo. Mal momento
para reclutar y, además, con exigencias de limpieza de sangre por parte de
quien no la tuvo que demostrar. En confianza, te dicen: mira, tu te apuntas y
serás bienvenido. Luego serás interrogado por un cualquiera y palpado hasta tus
rincones más íntimos, a fin de evaluar si tienes unas grandes bolas que
garanticen tu efectividad con el remo; habrás luego de demostrar de dónde
vienes y a dónde vas y si conoces lo que te traes entre manos y, sobre todo, jurar
—o prometer, pienso— que serás obediente y bueno. Pero no se te encoja el
ombligo, que todo lo haremos nosotros mismos, que sabes que tenemos experiencia acreditada.
Pero sospechas que en la oficina de reclutamiento esconden algo, porque nadie
habla de los pasajeros que has visto, y cuando ingenuamente preguntas cuál es
la retribución del remero te responden que el mero hecho de serlo y el honor de
servir al rey.