Tata Mari era muy guapa. Pasaba más tiempo conmigo
que en las labores del hogar que quería aprender. Eso creía yo, pero lo cierto
es que atendía la mesa de los mayores y aprendía cosas de Mamá Isabel, de mi madre y de
mis tías. Después del desayuno planchaba mis pocas ropas y las suyas —no sé
para qué, porque nos poníamos perdidos— y ¡hala! conmigo… Inmediatamente
después de cenar tenía también un ratillo de conversación con mi madre, porque
un día las sorprendí y, creyendo que hablaban de mí, puse la oreja. Pero no,
hablaban de cómo llevar una casa. Mi madre la quería mucho porque era adorable.
Ella también la quería.
El jueves por la tarde tocaba plancha y a veces
preferíamos no salir. En la gran terraza que daba sobre el río nos engolfábamos
en la lectura de El tesoro de la Juventud
o en la ejecución de los experimentos que proponía, para lo que yo recurría a
mi madre y a tía Luisa, que eran muy imaginativas. Mientras leía un tomo, Tata
Mari leía otro y a veces nos peleábamos porque las historias que empezaban en
uno terminaban en otro, que tenía ella o yo. Otras veces rebuscábamos
materiales para hacer los experimentos, con los que Mari no siempre estaba muy conforme
desde que le conté que un día, en el colegio, implotamos un arrapo con una campana de vacío. Pobre
sapo.

«Si quieres venir a Pénjamo
mi tierra feliz y cálida
deme un besito
que sienta bonito
y ahí está Pénjamo
con sus rincones, y bellas canciones
que le hablan de amor. »
A ella yo creo que justo la besó su madre, porque era
zokorra, fea, pequeñaja, muy
descarada y llevaba gafas con horrible montura negra y cristales gordos como
culos de botella. No se de dónde salió, pero Mamá Isabel le puso la proa y así
como llegó desapareció. Discutían mucho entre ellas.
Era tal su obsesión con la canción, que acabó
llamando Pénjamo a un recuelo de manga de café que tomaba a todas horas. No
bebía otra cosa. Yo creo que era una apretada de tripas y el caldo ese le
aliviaba el tránsito, como se dice ahora.
