jueves, 19 de febrero de 2015

Rancheras, estropajo y jabón


Tata Mari era muy guapa. Pasaba más tiempo conmigo que en las labores del hogar que quería aprender. Eso creía yo, pero lo cierto es que atendía la mesa de los mayores y  aprendía cosas de Mamá Isabel, de mi madre y de mis tías. Después del desayuno planchaba mis pocas ropas y las suyas —no sé para qué, porque nos poníamos perdidos— y ¡hala! conmigo… Inmediatamente después de cenar tenía también un ratillo de conversación con mi madre, porque un día las sorprendí y, creyendo que hablaban de mí, puse la oreja. Pero no, hablaban de cómo llevar una casa. Mi madre la quería mucho porque era adorable. Ella también la quería.

El jueves por la tarde tocaba plancha y a veces preferíamos no salir. En la gran terraza que daba sobre el río nos engolfábamos en la lectura de El tesoro de la Juventud o en la ejecución de los experimentos que proponía, para lo que yo recurría a mi madre y a tía Luisa, que eran muy imaginativas. Mientras leía un tomo, Tata Mari leía otro y a veces nos peleábamos porque las historias que empezaban en uno terminaban en otro, que tenía ella o yo. Otras veces rebuscábamos materiales para hacer los experimentos, con los que Mari no siempre estaba muy conforme desde que le conté que un día, en el colegio, implotamos un arrapo con una campana de vacío. Pobre sapo.

La plancha era asunto de Mamá Isabel y  de “la del Pénjamo”. La hacían en la antecocina, donde situaban las tablas, las planchas, sendos boles con agua, otro con el almidón y se preparaban su propia meriendilla. ¡Ah!, antes que nada, rebuscaban no sé qué emisora de radio que entre ruidos transmitía una novela muy llorona y música dedicada. De la radio salió lo de Pénjamo, que es una ciudad de México. Entonces —finales de los cincuenta y principios de los sesenta— era muy aplaudida una ranchera llamada “Si quieres venir a Pénjamo”, que cantaba “El Gallo Giro”. Sonaba a todas horas y la gafuda repetía todo el santo día la última estrofa, que decía:

«Si quieres venir a Pénjamo
mi tierra feliz y cálida
deme un besito
que sienta bonito
y ahí está Pénjamo
con sus rincones, y bellas canciones
que le hablan de amor. »

A ella yo creo que justo la besó su madre, porque era zokorra, fea, pequeñaja, muy descarada y llevaba gafas con horrible montura negra y cristales gordos como culos de botella. No se de dónde salió, pero Mamá Isabel le puso la proa y así como llegó desapareció. Discutían mucho entre ellas.

Era tal su obsesión con la canción, que acabó llamando Pénjamo a un recuelo de manga de café que tomaba a todas horas. No bebía otra cosa. Yo creo que era una apretada de tripas y el caldo ese le aliviaba el tránsito, como se dice ahora.


El sábado era día de baño al oscurecer. No de río, sino de quitar las zoldas. Por supuesto que a mí no me bañaba nadie, pero me pasaban dos revistas. Tres casi: Tata Mari, que lo intentaba sin éxito, Mamá Isabel, que me obligaba con la mano levantada, y luego mi madre. Alguna vez no pasé la revista de las rodillas, porque ellas decían que estaban sucias y lo cierto es que estaban matadas, con la piel ennegrecida de tantos muturrekos con la bici y cicatrices. Pero no me creyeron y ¡hala! estropajo con jabón de trozo y no lograron sacar otra cosa que mis insultos. Bueno, a mi madre no. El aitetxi Floren me comprendía y decía que estaban chifladas.