domingo, 1 de febrero de 2015

Las bicicletas del sabai


Tata Mari y yo descubrimos en el sabai —así le llamaban al desván— dos bicicletas llenas de polvo y de telarañas, con algunas partes oxidadas, que bien podrían servirnos, una vez reparadas, para nuestras excursiones de cercanías. Allí mismo las examinamos y resultó lo siguiente:

Una de las bicis era de las llamadas de mujer, de un horrible color verde negruzco que se veía todo gris. Tenía rota la cadena y los frenos descuajeringados. Las ruedas eran grandes, tenían podridas las cubiertas, torcidos los guardabarros y agujereada la red que unía los de atrás con el buje.

Francés
de Aranbide
La otra era de chico, con barra alta, de tamaño mediano y, bajo el polvazo, de un color azul cielo en muy buen estado, salvo el manillar, un poco picado de óxido. Por lo que luego supe, había sido de mi tío Víctor. Tenía esta bici varias particularidades, como mi tío: las ruedas eran macizas y la goma estaba en un estado así así, carecía de frenos y tenía piñón fijo. En cualquier caso eran dos vehículos que convenientemente reparados podrían venirme muy bien para mis andanzas con Tata goiti ta beiti, por aquí y por allá.

Primero intenté convencer a mis padres de la excelencia del hallazgo y de lo bien que nos vendrían ambos vehículos para hacer excursiones y que al llegar antes al destino también regresaríamos antes. Silencio como respuesta.

Luego  dije que arreglarlas no valdría mucho dinero y que, además… ( y repetía el primer argumento). Silencio.

Que, total, para tenerlas en el sabai igual daba vendérselas al chatarrero que pasaba de vez en cuando. En este punto de mi argumentación ya no hubo silencio y preguntaron a Tata Mari cuándo pasaba el chatarrero. Después dijeron para mi consternación que sí, que lo mejor sería venderlas y sacar un dinero, porque las bicis estaban viejas y eran muy peligrosas.

Yo me mordía los puños, pero felizmente encontré el argumento definitivo: «¡Pero si vosotros estáis vivos y habéis andado en bicicleta!»

Creo que mis padres no querían hacerme rabiar, sino comprobar cómo me las apañaba para argumentar mi deseo.

Intenté convencerles también de que a “la mía” le pusieran piñón libre y ruedas con cámara y cubierta pero —dándo la vuelta a mi argumento anterior— me dijeron que no, que si así había andado mi tío, también podría hacerlo yo. Pues kitto.

La bici de Tata Mari
Entre Tata Mari y yo bajamos las bicicletas, que pesaban una barbaridad, porque eran de tubo de hierro, les limpiamos el polvo por encima y las llevamos a arreglar. Poca cosa tenía la mía, que no fuera engrasar, pero para la grande hubo que encargar cámaras, cubiertas y piezas para los frenos, que tardaron muchísimo en llegar.

Tata iba como una princesa, aunque la bici fuera vieja, y yo hecho un pobretayu, como decía mi abuela. Además me rompía las piernas, que tenían que servir para pedalear y para frenar. Como las gomas macizas tenían holgura, giraban sobre la llanta y como aquél bicho no paraba en seco, gastaba suela de sandalia para detenerlo o me caía. Si cogía curvas, a poco pronunciadas que fuesen, se salían las gomas y me daba unos muturrekos de aquí te espero. Siempre salía herido.

Si embargo hacía algo que maravillaba a los chicos del lugar: era capaz de andar marcha atrás, de culo, sentado en el manillar, aunque la chulada terminara en una galleta o un mal golpe en los güevos con el sillín.


Con estas singulares bicis llegamos a ir hasta Lourdetxo y al colegio de Lekaroz, camino de Pamplona, y bastante más lejos de Arizkun, camino de Otsondo. Subir las cuestas era un sufrir, pero cuesta abajo yo me embalaba siempre que no tuviera que coger curva alguna, que entrañaría un riesgo mortal de necesidad. A toda pastilla, soltaba los pies de los pedales hasta que perdiera velocidad el artefacto y pudiera volver a ponerlos. Tata Mari hacía lo mismo, faldas al aire, porque ella circulaba a la francesa y no como esas que por sujetarse la falda llevaban solo una mano en el manillar y ahí se las veían en las curvas, en las cuestas y para frenar.