domingo, 8 de febrero de 2015

Un cuto a medias (Los txerripuxkes)


 Un día de invierno llamaron a Tata Mari a su casa. Todos nos alteramos por si hubiera alguna “novedad” por la que preocuparnos, pero no era así. Formaba parte del acuerdo con mis padres  que pudiera volver de vacaciones a su casa unos días en invierno, cuando menos había que ocuparse de mí, porque asistía al colegio. Además en casa quedaban Mamá Isabel y la del “Pénjamo”.

A mí me costó un doler, aunque solo fuera por diez días. Tata Mari me consolaba goxo-goxo diciendo que volvería en un poco más de una semana, que total solo me veía ya de noche, a mi vuelta del colegio, la tarde de los jueves y la mitad de la de los sábados. El domingo a veces, porque ella salía con sus amigas. Si, pero no, decía yo sin convencimiento. No me dijo que volvía a su casa para echar una mano en el matatxerri, la matanza del cuto (cerdo) un importante evento familiar por entonces en Navarra.

Llegó el día en que, estando yo en el cole, tomó La Baztanesa y al mediodía llamó por teléfono la Josepha a mi madre para decir que Maritxu había llegado bien, un poco triste pero bien, que qué guapa y fina mujer se estaba poniendo, del todo señorita, que cuántas cosas había aprendido en los meses que llevaba con nosotros, los ahorros, en fin… que muchas gracias y besos y de todo.

Esto contaba mi madre y yo pensaba en las muchas barbaridades que habíamos hecho, que si nos hubieran visto no dirían eso. Y me acordaba de los culos rotos en los prados, en aquella enorme meta que derribamos hasta el metaziri y nada dijimos y alguna que otra burrada con las bicis.

Mal que bien pasaron los diez días y Tata Mari avisó que volvía. Gran jolgorio el mío, porque iría a buscarla a Baztan con Santiago. Menos mal que fue Santiago, porque traía un cajón grande que pesaba mucho. Llegó a casa y después de muxukeka con mi madre y Mamá Isabel, en el office metieron mano —y yo nariz— al cajón, que parecía lleno de musgo y con ramas de acebo por encima.

Lo primero que salió fueron unas gruesas morcillas, después varios txistores, birica, zolomos, zinger para chulas, costillas y cabezada de cerdo, un par de zerrizangos, manteca y algunas cosas más ¡Me espantó descubrir entre los papeles una oreja, el rabo y el zerrimutur, el morro!

Yo pregunté por todo aquello y me contestó mi madre que habíamos matado medio cuto con Antton y la Joshepa. Yo no sabía que se podía hacer, porque si lo matabas estaba muerto entero, pero no medio muerto. Tata Mari, acariciándome la nuca, me dijo que tenía razón, que no podía matarse solo la mitad, pero sí repartirlo a medias. Entonces, echando mis cuentas, en el cajón faltaban un pernil y la paletilla. Era demasiada comida para nosotros, pero Mamá Isabel debió apañar algún otro reparto. No supe más.

Entonces me enteré qué era matar un cuto a medias. En aquéllos tiempos, que seguían siendo duros, la gente de la ciudad apalabraba con la del campo criar un cerdo repartiéndose los gastos de crianza y de matarife. Llegado el momento, allá por San Martín en el santoral, se sacrificaba el animal y se repartían su despiece según la cuenta de gastos que se llevaba y uno se quedaba con más carne y otro con menos, pero el que vivía en la ciudad tenía carne a un precio asegurado y los del campo ganaban un dinero. Este negocio, porque lo era, tenía su cosa, porque entonces no se podía traficar con alimentos y a la entrada de las ciudades controlaban en el fielato municipal si se transportaban o no. Por eso que Santiago y yo fuéramos ingenuamente a buscar a Tata, para no levantar sospechas, y que el cajón hasta pinchara. Llovía bastante.

Trajo también Tata Mari unas tortas de txanchigorri y unos artopiles hechos por ella, que me apresuré a merendar con un vaso de leche. Yo me comí media torta, que estaba muy buena, y mi madre prefirió esperar para cenar la otra media. Pero Mamá Isabel no les hizo mucho caso. Serían celos, sobre todo porque Mari le dijo que le enseñaría a hacerlas. ¡A ella! La cosa empezó a torcerse cuando Mamá Isabel dijo que Tata había traído poca manteca y mucho tocino y que habría que preparar más de aquélla para los guisos del día a día. Mi madre dispuso que esta operación, que era larga, sería mejor dejarla para el domingo, porque ya era tarde.

Y amaneció el día, muy lluvioso, en que se asó la manteca. Pusieron a fundir a fuego lento el tocino en una perola, de la que Mamá Isabel iba retirando la manteca a una grasera o mantequera o como se llame. Tata Mari le advirtió que no tirara los chicharrones, pues los necesitarían para hacer las tortas. Y volvió a liarse, pero en tono mayor, porque Mamá Isabel, que era cacereña, le dijo a Tata Mari que tortas de chicharrones ya sabía hacer ella, que en su pueblo… Y Tata lloró, porque no quería hacerla de menos, que sólo quería hacer txanchigorris. Yo me chivé a mi madre, que fue a la cocina, puso orden y consoló a Tata Mari. Otra vez muxukeka...

Cuando terminó la “fundición” del tocino era tarde y nos fuimos a Misa mayor. Mi padre estaba indignado por el pestazo que había en toda la casa, hasta el punto que hubo que poner a ventilar el traje que llevaba y se puso otro. Durante la comida nos tomó el pelo preguntándonos con aire zumbón a qué hora comenzarían las clases de “corte y confección” de las tortas, para quitarse de en medio; hasta tal punto llegó, que mi madre se picó porque ya estaba harta de gaitas y Tata Mari, que iba y venía, no sabía si reír o llorar. Al final le entró una risa nerviosa y comenzó ajataka cuando mi madre le espetó a mi padre que no entendía nada, que las clases serían primero de confección y luego de corte.

Bueno. Dirigía Tata Mari. El horno cogiendo fuerza. Alumnos mi madre, Mamá Isabel y  yo alrededor de la mesa de mármol de la cocina. Todos los ingredientes a mano. Tata explicó que la torta antes se hacía sólo con manteca, pero que su madre usa mantequilla, porque si no sale muy basta y suele sentar mal.


Los chicharrones ya estaban fríos y comenzó a picarlos muy finos con una tijera que era un desastre porque no estaba afilada y el tornillo estaba flojo. Entre dimes y diretes tardamos como una hora en conseguir la esperada hornada. Yo me quemé, por echar mano a una torta y recibí un rapapolvos de todas, porque ¡niño, se comen frías!