martes, 27 de enero de 2015

La tortilla Imperial


Los días que hacía mal tiempo me quedába en casa con Tata Mari, en el cuarto de jugar o, para desesperación de Mamá Isabel, porque era su reino, yendo y viniendo entre la antecocina y la cocina. Esto sólo se nos permitía algunas tardes, para refitolear, como decía mi padre.

A Mamá Isabel le gustaba que fuéramos a batir las natas para hacer mantequilla, porque se guardaban muchas después de hervir la leche y era un trabajo pesado y monótono para ella. Además manchábamos poco. Sin embargo, no le hacía tanta gracia que le advirtieran a mediodía que tuviera bien atizada la gran cocina económica, de modo que el horno estuviera a una temperatura adecuada, porque significaba que alguien enredaría su reino y a ella misma.

Aquéllos días lluviosos, bajo la supervisión de Mamá Isabel, Tata Mari me daba clases de repostería. Bueno, más que darme ella misma hacía prácticas, al tiempo que evitaba que me pusiera perdido con todos los ingredientes o me abrasara.

Mamá Isabel hacía unas pastas para el té buenísimas, y requería la ayuda de Tata Mari para preparar las masas y luego estirarlas con el rodillo en una mesa de mármol. Cuando terminaban me llamaban para que las recortara con unos moldes de hojalata de distintas  formas, que hacía un francés en Pamplona. La paciente Mari no me perdía de vista mientras recogía y estiraba de nuevo los bordes de masa para que yo los pudiera recortar, vigilando que todo quedara presentable para ofrecerlo en la mesa de los mayores.

Mamá Isabel era un pozo sin fondo porque de repostería sabía un poco de todo: de la de aquí, de la francesa, de la inglesa, de la austriaca  y hasta cocinaba ricos platos rusos. No era un misterio, sino que todo tenía su explicación, apasionante para un mocito como yo.

Me contaron mis abuelos que durante la segunda guerra mundial tuvieron recogidos en casa cuatro niños austriacos, que llegaron expatriados de la mano de la Iglesia católica y que, finalizado el conflicto, volvieron a Austria con sus familias. En el caso de “los nuestros” —decían—, sin apenas perder escolaridad y con dos idiomas aprendidos: el español escolar y el inglés que les enseñaba mi abuela. Algunas palabras en vascuence ya aprendieron con los amigos y las mezclaban con su alemán, el inglés y el erdera (castellano). Un divertido batiburrillo, según decían.

Para romper el hielo y las penas de estos niños Mamá Isabel les sorprendió con pastelería de su Austria natal. Yo creo que fue mi abuela quien se las apañó para dar con algún recetario mediando  su cuñado Pepe, que entonces sufría la guerra en Amberes, con todo el consulado lleno de judíos. Pero lo cierto es que desde que llegaron los chicos pudieron probar cremas, buñuelos, brioches de frutas y la tortilla imperial o del Káiser, que no era sino una crêpe gruesa y muy dulce.

Hasta aquí lo contado por mis abuelos, con estudiadas pausas y “distracciones” para intrigarme todavía más.

Kaiserschmarrn
Estas recetas se hicieron corrientes en casa, pero Mamá Isabel solo nos dejaba a Tata y a mí hacer en su reino bizcochos, pastas o la tortilla imperial en la gran sartén que usaba para freir patatas. Sylvia, amiga de mi madre, que hablaba alemán de corrido, llamaba a esta tortilla con una palabra muy larga: Kaiserschmarrn. Era, bueno, es muy fácil de hacer.

Como la tortilla resultaba bastante dulce, lo ideal era acompañarla de una salsita ácida de ciruelas o de albaricoque y nata montada, al estilo austriaco.

Si terminábamos a buena hora, se hacía en casa una merienda-cena  a base de Kaiserschmarrn con chocolate a la taza y a todo el mundo se le permitía hacer zurrapas con leche fría. Es decir, una vez terminada la jícara o la taza de chocolate, se servía en la misma leche fría como hasta la mitad y se revolvía con una cucharilla. Las zurrapas eran los restos del chocolate que había quedado en la taza y que no se terminaban de disolver en la leche.

La merienda-cena tenía la ventaja para mí que no me mandaban inmediatamente a la cama y podía participar en la tertulia de los mayores que, las más de las veces, contaban cosas para que las oyeran mis ávidos oídos.


Kaiserschmarrn

Ingredientes:

1.     200 ml. de leche
2.     4 ó 5 huevos, según tamaño
3.     60 g de harina
4.     30 g de mantequilla
5.     ½ cucharadita de azúcar avainillado (lo venden en frasquitos)
6.     2 cucharadas de azúcar blanca
7.     Media manzana grande cortada finita como para sopas (Hay que tener mucho cuidado de que la manzana no se oxide. Para evitarlo, ponerle zumo de limón)
8.     1 pizca de sal
9.     Azúcar glass mezclado con canela en polvo para espolvorear


Elaboración:

    En un bol mezclar  y batir bien 2/3 de la leche con las yemas, el azúcar avainillado y la sal.
    Añadir la harina y mezclar hasta tener una crema suave y ponerle el resto de la leche.
    En otro bol, montar las claras con el azúcar.
    Añadir las claras montadas al bol de las yemas inicial e integrarlas con movimientos envolventes y no muy bruscos.
    Añadir las lonchitas de manzana
    Calentar un poco de mantequilla en una sartén a fuego medio. Echar la mezcla, procurando que la manzana esté bien distribuida, y esperar a que la superficie de esta especie de tortilla empiece a burbujear. En este momento darle la vuelta con ayuda de un plato o de una tapa.
    Cuando se haya cocinado por ambas caras (¡ojo no tiene que quedar seca!) hay que cortarla en trozos de tamaño mediano (como para comerlos luego en uno o dos mordiscos) dentro de la propia sartén con ayuda de una espátula (no con cuchillo)
    Aún en el fuego, espolvorear con la mezcla de azúcar glass y canela y dejar que se caramelicen los trozos de pastel.

    Servirla en un plato, espolvorear al gusto de cada cual con azúcar glass y canela.