domingo, 18 de enero de 2015

Hacerse comprender


Cuatro grados bajo cero en el exterior. El cielo está raso, de un azul metálico. Alrededor de la mesa de las novedades bibliográficas me topo con una amiga. Me dice que le cuesta vivir, que se siente incómoda, entre irascible y perpleja, desconcertada, todo a una vez. «Nunca hubiera creído de [fulana]…Me dice que, por no discutir, prefiere no hablar» Se siente marciana y, añade, que no es eso lo malo, sino que cree que solo le pasa a ella, de donde deduce que se trata de alguna patología propia.

La chica, universitaria, da el perfil, pero no la talla. Muchas explicaderas y poca enjundia en lo dicho. Tiene lagunas como océanos.

Le digo que también participo de su desconcierto, que se que tampoco soy el único, que no se trata de una patología, sino acaso de una inadaptación por cambio del medio, que yo miro cada vez más a mis adentros, que no me he replegado, sino que estoy haciendo inventario (Eugenio D’Ors decía estar “en crisálida”). Que procuro reparar más en las verdades que me constituyen que atender a las noticias que oigo y veo. Que he llegado a la conclusión de que las verdades están ahí y las noticias van y vienen como si se tratase de bandadas de estorninos de rápido y ondeado volar, que arrasan y cagan todo.

Hablas difícil me dijo cuando me toma un poco más de confianza. Y su afirmación me deja preocupado. Me veo gongorino, vestido de gola y gregüescos.

¿Voy a tener que explicar cada una de mis afirmaciones para hacerme comprender, porque no comparto los mismos elementos culturales que mis coetáneos? ¿No existen ya los conceptos?


NOTA: Coetáneo no significa solo de mi misma edad (“quinto”, diríamos los varones que ya hemos conocido casi de todo), sino que aun siendo de otra generación, convivimos (ahora los del boli lo confunden con coexistir y cohabitar, ¡que ya no es yacer ni dar por saco!), que convivimos —digo— durante un período de tiempo determinado. Somos contemporáneos.