lunes, 19 de enero de 2015

Estertores de la juventud


Me dicen que la jubilación y el desencanto me han llevado a sufrir el “síndrome del acabamiento”.

Se me excepciona la fe. A mi edad he descubierto que tengo fe en abstracto y, sin embargo, sé que esta así no vale. Tengo una lucha por implicar todas las circunstancias de mi vida entera para responder a la llamada. ¡Y siempre así…! ¡Dios…! Tengo fe, pero sólo a ratos siento nostalgia de Tí.

Un nuevo pensamiento me asalta ahora. Si el trabajo siempre tiene la capacidad de ennoblecer a quien lo desempeña, yo, vacante, ¿acaso no me estará envileciendo la chata realidad, «esa dura liquidadora de utopías, demagogias y engaños» que me recuerda don Alejo? Se ha dicho que los apasionados son los primogénitos del mundo. Cierto, yo no soy precisamente indiferente, pero por la fuerza de las cosas he tenido que practicarme un downshifting —suena mejor así— selectivo, para algunos quizá vergonzante.

Cuando intuyo que cierro capítulos me entran dudas acerca de si algo sembré y si la semilla arraigó entre los míos, quizá también entre otros. Tantas veces nos hemos dicho ¡qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos!, cuando lo más acertado sería preguntarnos acerca de qué hijos vamos a dejar al mundo. Este es un pensamiento agustiniano. Un día encontré esta misma reflexión felizmente formulada por el lector de una publicación en carta a su director. Decía algo así como que nuestra vida es un viaje de ida, sin retorno; éste lo harán nuestros hijos, a quienes debemos dejar bien marcado el camino que deben seguir para construir algo y, también, para ser capaces de resistir y vencer los fracasos. Entonces, cuando todo parezca perdido, será la hora de las almas grandes.

¿Supe yo marcarles el camino?  Me respondo: son de este mundo, posmodernos —se dice así— pero no son mundanos. No se verán amilanados por el mal ambiente que vivirán a juzgar por el que vivimos: su vida tiene ya un sentido. Han hecho su opción. El futuro les será duro, pero también gratificante. Ni pintarán de rosa un ataúd ni embadurnarán de alquitrán las rosas, diría quien yo me sé.

Hablo de terceros. De mis más próximos prójimos, que me ha costado mucho descubrir, por cierto. Pero no me llena.

Nunca he podido abandonar —para mí, no para los demás— cierto sentido retributivo, el de la buena cuenta de resultados, cuando ésta no estaba —ni está— en mi mano, porque no existe. Esta es la parte del mundo que más me ha poseído: el equivocado sentido utilitario, “económico”, de mi vida, en busca de una retribución, menos material que moral: la autocomplacencia.

 ¿Qué hice con los talentos que me diste, Señor? ¿Dónde los invertí? Con la semilla que recibí ¿empecé por sembrar en mí? Tentación tengo de creerme hoy un erial, pero me parece que soy injusto: tengo zarzas entre los frutos o algunos frutos en un enorme zarzal. Leonardo Sciascia me hace repensar lo escrito: «Cuando uno se hace viejo, se siente inevitablemente inclinado a ensalzar el pasado: pero ello no quita que en el pasado haya cosas objetivamente loables». ¡Qué jodido! Menos loables también.

Y por qué no decirlo ya, también soy partidario de actos revolucionarios, como creer en Dios, respetar la cruz y cuanto conlleva, celebrar la Navidad, honrar padre y madre, admirar la historia, honrar la bandera… ¿Sigo? En suma, de terminar la vida sin dejar de andar, aún a trompicones como me sucede, que hay bastante quehacer. ¿Y de proclamarlos?



—¿Y qué me dices Sancho?
—Digo que «…vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes» (Don Quijote de la Mancha, II cap. XI)



Postdata: Si en cuanto antecede ves, lector, un grumo de tontería, borra la página, no vaya a ser que se te pegue. Es sabio consejo del autor de El malvado Carabel.