sábado, 17 de enero de 2015

Las columnas


El Partenón
Hoy hay tantas columnas en los medios, que parecen palafitos. Columnas y… postes. ¿Qué digo? ¡Los medios parecen el Partenón! Los columnistas, por lo general, cargan un montón al respetable que, habiendo tanto deporte para ojear titulares y ladillos, pasa olímpicamente de ellos. En ochenta líneas más o menos hacen un pedante recorrido y no concluyen en nada. O en una chorrada. Pero escriben, juntan letras. La estructura es como sigue: Primer párrafo, expositivo de algo que se dice, parece que o se piensa (poco); segundo, elucubrativo al pelo de lo que otros han dicho, especulado o cogitado; tercero, inconclusivo con una parida o con lo que ya piensan los lectores más perspicaces. Y ¡a cobrar, que son tres días! Hay, sobre todo en las tertulias radiotelevisadas, que son las columnas propias del medio hertziano, “todólogos” insufribles. Así los llama la Fallaci: todólogos, porque no se arredran ante tema alguno.

Staffor & Webb mencionan la “ilusión profunda” (por la pura familiaridad) como la causa de que todos —columnistas incluidos— creamos cómo funcionan unos problemas complejos de la sociedad, cuando en realidad no tenemos ni idea de cuales son sus causas ni sus mecanismos. De ahí que, conociendo este sesgo, «para demostrarle a alguien que no tiene razón no hay nada como dejarle que se explique», de viva voz o con tinta.

Para ser justos hay que reconocer que también los hay buenos e incluso hay algunos auténticos maestros, que Pablo Molina hermana en su envidiada Muy Noble Cofradía de la Columna.


Una columna no tiene por qué ofrecer respuestas sino, a lo mejor, solo solfas. Es indudable que para ser columnista hay que tener algo que decir, pero lo que prima es el talento, el ingenio, la agilidad en el dominio de la prosodia y no digamos ya del vocabulario. Es una fórmula magistral difícil de establecer a priori entre el qué y el cómo se dice. Pienso, como tantos, que el maestro ha sido Jaime Campmany, y alguno le sigue y ha seguido los pasos.