jueves, 12 de marzo de 2015

Mokofinek


En la cocina Tata y yo robábamos al mediodía patatas fritas o ruedas de pan untadas en mahonesa o en una piperrada ligera que hacía Mamá Isabel. Yo creo que nos veía con el rabillo del ojo y nos dejaba, porque estábamos muertos de hambre. Dándonos la espalda repetía: «¡Guardad el apetito y preparaos para comer!» Yo me peinaba y lavaba las manos y Tata Mari, con su cara más alegre, se disponía para atender la mesa según manda el más sencillo protocolo. Mamá la observaba y después de comer le hacía algunas  consideraciones en privado.

Una tarde, no sé para qué, subimos a casa de Tata Mari. Tenía que hablar con sus padres, pero Antton no estaba. Creo que llevaba unos meses preso por cosas de las que no se hablaba. Amatxo Joshepa se empeñó en que yo tenía que crecer y me hizo un bocadillo de jamón pasado que era interminable. Estaba muy bueno. Yo mordía y masticaba pero me costaba tragar, así que me puso un vaso de leche —«¡de la nuestra, eh, no creas!»— con un dedo de sustancia. Cuando la Joshepa se distraía yo le daba del pan untado al Moro, un setter Gordon precioso que tenía Antton para cazar. Así me quité medio pan del bocadillo, pero no del jamón. Mientras masticaba me acordé que del cuto a medias en casa no recibimos jamón alguno. Esa noche no pude cenar.

En casa habitualmente no se tomaban bebidas fuertes. Mi padre y mi abuelo pocas veces armagnac y mi madre y la abuela sólo un dedal de anisette Marie Brizard. Ambos licores eran de contrabando, como los Voltigeurs que fumaba mi padre, que procedían de la botica de su amigo. Bueno, allí todo lo que se fumaba y bebía era francés. A propósito del beber recuerdo que relataba mi padre una anécdota ribera que tuvo lugar con motivo de alguna comida popular, que hoy me hace sonreír por lo gráfica que es. Le contaba uno de los comensales: «nos dieron un coñac tan fuerte, que nos tuvimos que agarrar a las rejas».

El café de casa era portugués, por eso los buenos amigos de mi padre se invitaban a tomar café y… copa. Tata Mari nos preguntó si queríamos una cafetera francesa de pistón o italiana. Mi padre, que había corrido más mundo, le dijo que italiana y llegó en tres días.

En Pamplona mi tía abuela hacía café de puchero, filtrado con manga, con tres medidas de achicoria Müller por una rasa de café. Una purga, decía mi madre, que quedó de los tiempos del racionamiento. Sin embargo los franceses supieron elevar la chicorée a una bebida muy saludable para quien la bebía. Los puros Montecristo llegaban a casa desde Canarias y se los fumaban los amigos de mi padre o el portero de casa, que era un pelota.


Tata Mari se desenvolvía con toda naturalidad entre las cosas de comer y de beber que venían del otro lado. Mamá Isabel decía que tenia el “morro fino”, o sea era mokofin, aunque se conformaba con cualquier cosa. Un día Mamá Isabel se quedó muda y no hacía más que tocar, tocar y suspirar. Fue cuando Tata trajo finísimos encajes a casa por encargo de mi abuela no sé para qué. ¡Qué excesos, ama!