domingo, 29 de marzo de 2015

Nire osaba ezkongabeak


Por casa de mis abuelos en Baztan, solían pasar unos días de verano dos tíos solteros que eran treintañeros. Mi tío Víctor y su hermana, que ya era neskazarra. Ambos tenían la particularidad de tararear a toda hora. De vez en cuando mi tío, que era un bocanegra, entre pitillo y pitillo repetía algunos sonidos en distintos tonos y sacaba del bolsillo de la chaqueta un cuaderno con rayas y apuntaba unas patas de mosca. Me explicó que —«¡esto es música, chaval!»— los renglones de cinco rayas de la libreta eran un pentagrama, sobre el que apuntaba su inspiración, que me solfearía cuando tuviera algo compuesto. Yo sospechaba de él, porque en Pamplona “solfear” siempre fue repartir bofetadas y él tenía conmigo la mano ligera. Como si yo fuese el weepingboy que tenían a su servicio los señores feudales sajones, a quien atizaban un sopapo cuando algo les iba mal, descargando en él su mal humor. Pero me equivoqué porque, con la libreta en la mano, un día después de comer, nos hizo gorgoritos sin letra en una interminable sesión. Tata Mari se partía de risa, viendo los morritos  con bigotillo que ponía el cantor, y a los demás sufrir. Decían que componía muy buenas cosas.


La tía tarareaba porque así se acompañaba en sus viajes por Babia. Era simple como el mecanismo de un chupete. No había vez que no pisara una o dos behikakas  y tuviera que comprar otras alpargatas; según ella, pisar una plasta de vaca daba suerte. En el bolso llevaba una libretilla de tapas de hule, en la que apuntaba chistes numerados. No se acordaba nunca qué era lo que había apuntado y los destripaba al contar; eran simplezas, chistes marrones o inconveniencias que hacían a mi victoriana abuela exclamar: shocking! shocking! shutup!  Contó una vez un chiste que nadie me quiso explicar, pero que años después pude entender: «—¿A que no sabéis por qué está inclinada la torre de Pisa? —Pues por un fallo geológico, dijeron los presentes. —Pues no. No, sino porque se le subió una hormiga ¡y se corrió el hormigón!» . Mi abuela organizó el gran follón y la echó de la terraza.



Como mi tía era muy de visitar conventos, también apuntaba recetas de platos y postres que luego cocinaba Mamá Isabel mientras mascullaba: «¡estará rico, pero es cocina de pobres!». Y la verdad es que eran cosas ricas. Yo me reía mucho con unas galletillas que llamaban “pedos de monja”, que un día oí a Mamá Isabel que le decía a Tata Mari que en todas partes se conocían como “tetillas de novicia”. Pues más risa aún.

A mí me gustaban mucho —y me gustan— las “chuletas de huerta”, que hacían en los conventos con las pencas de las acelgas o con calabacín cortado en rodajas. Las ruedas se ponen en un adobo, se pasan por harina y huevo y se fríen así rebozadas. Están de gloria. No os digo si se emplea esa cosa que se vende ahora, que no recuerdo cómo se llama, que sirve para rebozar. Quedan geniales como guarnición de una carne o robándoselas a Mamá Isabel conforme las freía. Años después conocí que esta “pobretería”, como decía mi abuela, se convirtió en plato de alta cocina —y factura—, pues los chefs inventaron mil formas de preparación: al horno, rellenas de una cosa u otra, en salsa…