miércoles, 8 de abril de 2015

El Moro


Moro no era un txakur cualquiera. Era un señor perro, un precioso setter Gordon, que el padre de Tata Mari usaba para cazar pluma y pelo. Era despierto, siempre alerta, alegre, afectuoso, de buen comportamiento, muy apegado a su amo Antton, desconfiado con los extraños, defensor de Lunaresborda y, sobre todo, ¡no dejaba que los guardias se le acercasen! Me contaron por qué le llamaron así, pero hace tantos años que ya no me acuerdo.

El Moro iba para viejo, pero seguía siendo servicial con la casa que de cachorro lo adoptó. Conocía y correteaba por trochas y veredas. Y donde no las había se las inventaba, pero siempre sabía dónde iba. Hacía gau lanak con Antton y le suponía gran ayuda, porque de noche no se le veía y venteaba a los guardias a distancia. Entonces hacía la muestra, gruñía un poco para advertirle y se acuclillaba a un lado para que, pasara lo que pasase, no descubrir al amo. Luego, si no le llamaba, al cabo de un buen rato trotaba como sin rumbo fijo para despistar, hasta aparecer horas después en Lunaresborda. Era imposible seguirlo.

Sabía donde paraba Tata Mari y no era raro verlo aparecer por casa para acompañarnos en nuestras correrías, después de dar buena cuenta de sobras de los desayunos. Mamá Isabel casi siempre solía guardar algo goloso para él. Si salíamos al campo lo mejor era dejarse aconsejar, seguir al perro, pues según te notara de fuerzas daba una vuelta grande o pequeña. En el río disfrutaba muchísimo si le tirabas unos palos al agua, y hacía levantar el vuelo a toda clase de pájaros. Cuando ya no te quedaba resuello bastaba ordenarle «Moro, etxera. Fite…!» y alcorzaba siempre hasta la mía, ¡claro, la del más débil! Luego Tata Mari lo mandaba a Lunaresborda.

Cuando se puso de moda en Francia eso de los piensos para perros, al Moro nunca hubo forma de hacérselos comer. Prefería pan viejo mojado en un poco de sopa y sobras del puchero, pero sin mezclar. Un día descubrimos que le gustaba la coliflor con bechamel, porque en un descuido de Tata Mari casi se comió una fuente de ella. Mari se apuró muchísimo al decirlo en la mesa, mientras todos reíamos al oír los «¡coño con el perro!» de Mamá Isabel en la cocina. También le gustaba robar las croquetas, aunque estuvieran sin freír. El Moro no hacía ascos a nada comestible, pero traía a la mano las piezas de caza sin morder.

Me contó Tata Mari que en el matatxerri el Moro se ponía a un lado, un poco lejos, sin molestar, esperando que durante el despiece le echasen la “madriguera” de las cerdas, que se las comía aún palpitantes, sobre la marcha, dejando algo para los gatos. ¡Aj, zerrikaka! Me impresionó mucho.

Publicado en http://lovelybaztan.com/2015/04/08/el-moro/