miércoles, 7 de septiembre de 2011

Queda el tocón

A juzgar por los anillos que le cuento, tenía más años que yo. Fue un gran olmo que en el buen tiempo dio sombra a tata Milagros y al ama Matilde, que llegaban hasta él empujando agobiadas el cochecito con el último de mis hermanos, mientras los demás pululábamos en derredor y el japi no nos perdía ojo, por si echábamos mano de las flores de los parterres multicolores o las pisábamos mientras jugábamos al escondite.

Olmos de gran porte y prestancia han caído por docenas en los parques de la ciudad, víctimas de la grafiosis. El bosquecillo de la Taconera era un olmedo de negrillos con tal frondosidad que a sus pies, sobre un estrado de madera, la banda municipal interpretaba los clásicos románticos de los conciertos dominicales, seguidos por circunspectos ciudadanos desde las sillas de pago, los alejados bancos e incluso desde la barra de cinc con frescas cañas y olivas que servía El Alemán.

De todo esto, que hace tiempo pasó, quedan mis vívidos recuerdos infantiles y el tocón, que se pudre mientras nutre blancos hongos mucilaginosos, probablemente venenosos.