domingo, 26 de diciembre de 2010

Expectación


Dieciocho de diciembre. Me decido a dar un paseo mañanero haciendo la ronda de las murallas de Pamplona, desde el Portal de la Taconera y el revellín de San Roque hasta finalizar más allá del fortín de San Bartolomé, en lo alto de la que decimos ripa o cuesta de Beloso. Voy a estrenar la pasarela de moderna factura que salva por arriba la antigua puerta de Labrit. Será una solemne caminata entre baluartes y revellines de traza Vauban, con magníficas vistas invernales desde el alto borde de la meseta pamplonesa, por cuyo pie discurre un caudaloso río Arga.

Es también sábado de Adviento instituido como «día celebérrimo y preclaro» por los padres del X Concilio de Toledo, allá por el año 656, a fin de celebrar la expectación del parto de la Virgen María desde ocho días antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Se le llamó día de Santa María o de la Expectación de la Virgen, pero la devoción popular lo consagró definitivamente como fiesta de Nuestra Señora de la O, por causa de las antífonas de esperanza que se recitan a diario desde la víspera: «O Sapientia, O Adonai, O Enmanuel… veni!».

A medio camino, pasado el Portal Nuevo, entre Recoletas y Santo Andía, hay una pequeña plaza ―recoleta, debería reiterar― donde desde el siglo XIV se venera una gran imagen gótica (santu aundia) de Santa María expectante el parto, cuya primitiva basílica medieval, adosada al convento de los Carmelitas descalzos, estuvo regentada por la antigua cofradía de Languinobrari, de labradores. Y aquí me detengo un rato porque hoy camino evocador de tiempos y personas que no volverán.


Esta Plazuela de la O es un rincón pintoresco desde el que, mediante una gran escalinata de piedra de varios tramos, se puede descender al pie del Portal Nuevo. Es un lugar donde me he divertido mucho en mi niñez. Acompañados por nuestro preceptor y algún amigo que se pegaba, mi hermano y yo jugábamos a las chapas haciéndolas descender a golpecitos de nuestros dedos por las quebradas zancas escaleras abajo, cuidando que no se salieran del trazado, porque si era la tuya perdías la tirada y te aventajaban los contrincantes. El asunto era ver quien llegaba el primero al final de la escalera. No había premio, solo honrilla. Las chapas eran tapones de cerveza El León, de Cinzano y también de Orange Crush. Por su poco peso no era difícil que se cayeran del circuito. En vista de lo cual, preparaba las mías en boxes: la sacristía de la parroquia de San Nicolás, con la inestimable ayuda de un “monago” apellidado Celaya. Allí, ocultándonos de Trifón, el iracundo sacristán, hacíamos caer unas gotas de cera de los cirios sobre el revés de cada chapa y la cubríamos de nuevo con su junta de corcho, previamente extraída. Daban el pego y de este modo conseguíamos que ganaran peso y estabilidad.

Pero no solo evoco hoy juegos de niños, sino también a una tía abuela ―”La tía”, por antonomasia― bautizada con el nombre de María Expectación, “Expecta” para todo el mundo. Nombre inhabitual y extraño que no sé a qué piedad o devoción familiar pudo responder. Porque ella nació en agosto de 1899 ―«con el siglo», decía―, el día de San Lorenzo. De haberse aplicado los usos de la época, hubiera debido llamarse Lorenza. Pero no fue así y nadie podrá aclarármelo.

Enviudó joven todavía y sin hijos. Recibió en herencia un patrimonio mediano, pero siempre se trató a lo pobre y creo que literalmente padeció la vida. En cualquier caso, no la vivió sino como un valle de lágrimas. Era hija de su época: luto riguroso o aliviado y cabello siempre recogido, a lo sumo tocada su cabeza con un casquete con velito por los ojos y unas pieles de fuina por los hombros. Temerosa de Dios, adoradora infatigable, bajo espesa mantilla, en las Auras Juevistas promovidas por los padres Redentoristas. Su mayor preocupación era que de chicos «aprovecháramos bien», que ―en su lenguaje― nos hiciéramos personas de provecho. ¡Ah, y el escote y el largo del vestido de sus sobrinas!

No hubiera sabido describir su personalidad hasta toparme con un personaje de novela de la escritora Donna Leon, con alguien que se pasaba la vida «diciendo que no a todo lo que no fuera estrictamente necesario para la supervivencia. Ni se gozaba de los placeres ni se atendían los deseos, mientras la vida iba transcurriendo. O, lo que es peor, el placer se pervertía, y se encontraba sólo en la abstinencia y el deseo de satisfacción sólo atesorando el producto de las privaciones».[1]

Este podría ser su vivo y amargo retrato hasta su claudicación y entrega al amor de los “biznietos”, cuando se avino a ser atendida.

Recibimos el ciento por uno. Descanse en paz.


[1] LEON, Donna, Doctored Evidence. Trad esp. (Pruebas falsas) de Ana María de la Fuente. Seix Barral, Barcelona. 2005, p. 155.