Una amiga dice de mí que de un tiempo acá se me nota
encrespado. A veces muy encrespado y que esto no puede seguir así, que tengo
que bajar el pistón. Y le digo que, ante cuanto pasa, no puedo mostrarme ni
laso ni abatido, porque va contra lo que yo mismo espero de mí. Encrespado está
quien se agita, enfurece o irrita. Encrespada está la mar cuando sus olas
rompen en blancos rizos, porque sopla mal viento. Mal viento, digo. La mera
enumeración de los motivos de mi encrespamiento quizá cupiera en un folio a
doble columna, pero se reducen a uno: ausencia de amor. La razón por la que el
mundo está en caos es porque las cosas están siendo amadas y las personas están
siendo usadas. El materialismo es el caos. Se ha roto la convivencia y el
interés común, si alguna vez existió; se ha hecho geopolítica de intereses
bastardos; hablamos de lo que debe ser y hacemos lo contrario, porque el fin
justifica los medios y éstos hoy parecen invencibles. Me subleva cómo hechos
gravísimos se silencian, cuando no se bastardean, dando a entender lo que no
son en clara manipulación del lenguaje y de las conciencias.
![]() |
Salomé recibe la cabeza del Bautista, de Bernardino Luini |
Debo decir que escribo esto a trompicones, porque apenas tengo hígados. Hoy 29 agosto, los católicos hacemos memoria de la decapitación
de Juan el Bautista por orden del rey Herodes Antipas a petición de la hija de
Herodías, de la que se encaprichó. Juan, el precursor, le decimos porque lo
fue.
Hay hoy un conflicto, que parece lejano y, sin
embargo, está del otro lado de las aguas del Mediterráneo. Hay que ponerlo sobre
el mapa para conocer su cercanía y hay que vociferar que está costando un
genocidio. Quien no piense como los islamistas protagonistas de aquél es pasado
a cuchillo. Empezando por nuestros hermanos católicos de rito caldeo. De niños
y mayores vemos sus cabezas exhibidas en picas para escarmiento ¿de quién? No
han abjurado de su fe, como se les exigía y les hubiera sido fácil, ni pudieron
huir, como hubieran querido. Desde su cruel asesinato para desafiar los
principios inspiradores de la civilización occidental, son confesores de su fe,
aquella de la que Occidente se ha olvidado. Por eso denuncio con mis pocas
palabras y durísimas imágenes —porque una imagen vale más que mil palabras— la
realidad de los hechos, para vencer la incredulidad de las gentes y moverlas a
la oración, y a los poderes públicos a
la intervención en el conflicto para, por lo menos, separar a los
contendientes. No se trata tanto de
atribuir a alguien la razón cuanto de parar la matanza. No hay argumento
posible que justifique asesinar a un hombre y, menos aún, por sus creencias y práctica
religiosa ante su Dios. Aún menos se justifica un genocidio.
Mal terminamos el siglo XX y mal comenzamos el XXI. «¿Con
quién compararé a esta generación? (Mt 11, 16), se pregunta el evangelista. Es
manifiesta mi impotencia. Sólo me queda pedir al Señor con renovada insistencia
que dé fortaleza a los que van a morir por su nombre y convierta sus tristezas
en gozo, que los alivie de sus penas (cfr. Jeremías, 31). «Él os mantendrá
firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el tribunal de
Jesucristo señor nuestro» (1Cor, 1)
Amén