jueves, 4 de septiembre de 2014

Encrespado


Una amiga dice de mí que de un tiempo acá se me nota encrespado. A veces muy encrespado y que esto no puede seguir así, que tengo que bajar el pistón. Y le digo que, ante cuanto pasa, no puedo mostrarme ni laso ni abatido, porque va contra lo que yo mismo espero de mí. Encrespado está quien se agita, enfurece o irrita. Encrespada está la mar cuando sus olas rompen en blancos rizos, porque sopla mal viento. Mal viento, digo. La mera enumeración de los motivos de mi encrespamiento quizá cupiera en un folio a doble columna, pero se reducen a uno: ausencia de amor. La razón por la que el mundo está en caos es porque las cosas están siendo amadas y las personas están siendo usadas. El materialismo es el caos. Se ha roto la convivencia y el interés común, si alguna vez existió; se ha hecho geopolítica de intereses bastardos; hablamos de lo que debe ser y hacemos lo contrario, porque el fin justifica los medios y éstos hoy parecen invencibles. Me subleva cómo hechos gravísimos se silencian, cuando no se bastardean, dando a entender lo que no son en clara manipulación del lenguaje y de las conciencias.

Salomé recibe la cabeza del Bautista,
de Bernardino Luini
Debo decir que escribo esto a trompicones, porque apenas tengo hígados. Hoy 29 agosto, los católicos hacemos memoria de la decapitación de Juan el Bautista por orden del rey Herodes Antipas a petición de la hija de Herodías, de la que se encaprichó. Juan, el precursor, le decimos porque lo fue.

Hay hoy un conflicto, que parece lejano y, sin embargo, está del otro lado de las aguas del Mediterráneo. Hay que ponerlo sobre el mapa para conocer su cercanía y hay que vociferar que está costando un genocidio. Quien no piense como los islamistas protagonistas de aquél es pasado a cuchillo. Empezando por nuestros hermanos católicos de rito caldeo. De niños y mayores vemos sus cabezas exhibidas en picas para escarmiento ¿de quién? No han abjurado de su fe, como se les exigía y les hubiera sido fácil, ni pudieron huir, como hubieran querido. Desde su cruel asesinato para desafiar los principios inspiradores de la civilización occidental, son confesores de su fe, aquella de la que Occidente se ha olvidado. Por eso denuncio con mis pocas palabras y durísimas imágenes —porque una imagen vale más que mil palabras— la realidad de los hechos, para vencer la incredulidad de las gentes y moverlas a la oración, y  a los poderes públicos a la intervención en el conflicto para, por lo menos, separar a los contendientes. No se trata tanto de  atribuir a alguien la razón cuanto de parar la matanza. No hay argumento posible que justifique asesinar a un hombre y, menos aún, por sus creencias y práctica religiosa ante su Dios. Aún menos se justifica un genocidio.

Mal terminamos el siglo XX y mal comenzamos el XXI. «¿Con quién compararé a esta generación? (Mt 11, 16), se pregunta el evangelista. Es manifiesta mi impotencia. Sólo me queda pedir al Señor con renovada insistencia que dé fortaleza a los que van a morir por su nombre y convierta sus tristezas en gozo, que los alivie de sus penas (cfr. Jeremías, 31). «Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo señor nuestro» (1Cor, 1)


Amén