Inesperadamente apareció. Vestía un bikini a la moda, recatadamente cubierta por
un exiguo pantaloncillo vaquero. Sus largas piernas calzaban unas sandalias que
apenas salvaban sus pies del frescor de la yerba del club. La acompañaba su
hijo, tan espigado como ella, larga, toda larga, pero no depauperada como en
algún momento llegué a temer. Sus ojos, apenas maquillados con un rimmel que
descascarillaba su poquedad, iluminaban su mirada. —¿Eres tú…? ¿Pero eres
tú…? —Si, soy yo, ¿y tú eres tú? —nos
descubrimos. —¡Andá, qué coincidencia, porque yo no iba a pasar por aquí! —dijo
ella—; se ha empeñado éste —señalando a su hijo— pero no nos vamos a quedar
aquí. Comeremos bocata e iremos abajo. —Yo con los míos, en el self… pero podemos
vernos —dije. —Sí, nos llamamos… —se interesó ella.

No me importa el largo de su brazo. Jamás tiré de florete con ella.