Inesperadamente apareció. Vestía un bikini a la moda, recatadamente cubierta por
un exiguo pantaloncillo vaquero. Sus largas piernas calzaban unas sandalias que
apenas salvaban sus pies del frescor de la yerba del club. La acompañaba su
hijo, tan espigado como ella, larga, toda larga, pero no depauperada como en
algún momento llegué a temer. Sus ojos, apenas maquillados con un rimmel que
descascarillaba su poquedad, iluminaban su mirada. —¿Eres tú…? ¿Pero eres
tú…? —Si, soy yo, ¿y tú eres tú? —nos
descubrimos. —¡Andá, qué coincidencia, porque yo no iba a pasar por aquí! —dijo
ella—; se ha empeñado éste —señalando a su hijo— pero no nos vamos a quedar
aquí. Comeremos bocata e iremos abajo. —Yo con los míos, en el self… pero podemos
vernos —dije. —Sí, nos llamamos… —se interesó ella.
Le di tiempo para sestear al sol. Pero no pudiendo aguantarme más, la
llamé para preguntarle dónde estaba, irla a buscar y tomarnos un helado. No fue
el caso. Vino y el helado no fue tal, sino una bebida bio y yo café. Pagué
yo, pero ella me debe una cocacola desde no sé cuándo, que me recordó, pero no se
la perdoné. Mientras, nos escudriñamos las caras y el largo del brazo que
sostiene el florete, porque ya no hay finta que la coja desapercibida. No sé
qué pensó de mí, embobado con su mirar, aunque me confesó el día después que no
me descubrió arruga alguna. Yo sí le vi un alma cargada de pasión y desamor.
No me importa el largo de su brazo. Jamás tiré de florete con ella.