lunes, 12 de mayo de 2014

Con el corazón parado



Merced al progreso técnico, a la vida se le han sacado los dobladillos y nos han sido otorgados, como poco, 15 años más de existencia. De existencia postmoderna, que no sé si es vida. Las mujeres del este de Europa, a cuyo cargo están mis nonagenarios padres, dicen con su media lengua que esa edad en su país no se conoce; que, como mucho mucho, ochenta años. Que no saben para qué la vida es tan larga. Algo de razón tienen si se le busca un sentido utilitario a tan larga edad, distinto deque les permite a ellas cobrar un  salario. Mi padre fue pensionista durante 25 años y no se aburrió. Su vida fue una vida vivida, “vida completa” en el sentido que le daba Marías, con una notable dimensión social. No quiero decir con ello que su casa fuera un centro de parties y recepciones epatantes, sino que él mismo se desenvolvía con mi madre en un entorno comunitario, además de tener una intensa vida interior. Su soledad, cuando la tenía, era buscada para “entrar en cuentas consigo”, como también decía don Julián.

Dicen que no saben para qué la vida es tan largaTambién lo entiendo si nada hay que hacer y sólo pensamos en nosotros: el hombre postmoderno, aparte de machacarse el cuerpo en los gimnasios para lucir body, se aburre hasta el hastío porque no sabe llenar su vacío existencial, ni con el aturdimiento que nos proporcionan las perlas de efecto rápido que nos brinda la sociedad de consumo para huir de él. Esto ya de joven y, claro, muchísimo más de viejo, cuando se le haya acabado su pasado y carezca de un capitalito de cosas vividas al que recurrir.

Por lo que a mí respecta, remedando la expresión de Victor Frankl, de sesentón no tengo nada: ¡sólo he cumplido 33 años dos veces! Ni soy sesentón ni sexagenario, a lo sumo soixante, como silabeando bien la “iks se chotea un amigo de muy buen ver. Estadística y genética familiar a mano, me consuela saber que ya no soy anciano. Cuando fallece alguno de mi edad, siempre hay una alguien mayor que yo luciendo buenos arreos y aromas que apostilla «¡ah, era muy joven!». Esta apreciación fúnebre me hace olvidar los prospectos de los medicamentos, con expresión aún no políticamente correcta, donde se me cataloga como tal. O esa recomendación de los servicios de salud, que me incluye entre las personas de riesgo que se deben vacunar anualmente contra la gripe. Antes los ancianos morían de las tres ces: cáncer, caída o cagada. Hoy morirse de eso no es fácil. De otra cosa también es complicado, porque si te da un perrenque lo peor que puede ocurrirte es que te quedes enganchado al respirador. Bueno, o que tengas una cita con el alemán ese que tiene nombre moro: Al-… No recuerdo más.

En fin, sí recuerdo unas cuentas que se echaba Luis Ignacio Parada en un célebre artículo por él escrito, en el siglo pasado, sobre Un marcapasos en el corazón de los políticos. Partía del hecho cierto que el corazón humano late a un promedio de 72 pulsaciones por minuto. Siendo esto así, llegar a los 65 años supone que el corazón haya latido 2.500 millones de veces; que entre latido y latido nos hayamos pasado 20 años con el corazón parado y añadía con alborozo que tengamos que vivir de una pensión.