domingo, 18 de mayo de 2014

La ruta de los aromas


Fly es un bichón maltés de cuatro años. Un reloj biológico de cuatro kilos que estos días me tiene hipotecado, porque un perrillo amable y amoroso es mucho para uno solo. Es un cotilla que me sigue por todos los rincones de la casa para enterarse de cuanto hago y pasa y acurrucarse a mis pies, o saltar sobre mis rodillas al menor descuido, haga lo que haga, con el susto correspondiente.

Hoy, domingo, estoy tronado. Me acosté tarde, vigilado por Fly.  A las siete de la mañana, con su dulce patita, me ha comunicado su necesidad: pis y caca. Mientras yo dudaba si abandonar la cama él me urgía y urgía. Al fin venció, me vestí como pude y con la cara sin lavar me tiré a la calle. Una mañana primaveral, cantaban los pajarillos y yo caminaba zombi conducido por el perro. Hay que dejarle hacer porque todo los días sigue el mismo recorrido: olisquea por su orden esquinas, árboles y parterres para dejar su marca en ellos. Algunas farolas están tan meadas que, a pesar del zincado, están corroídas.

Por aquí, allá y acullá. Va a lo suyo y no hay congénere que le distraiga. Cuando tira de la correa en una especie de repentino frenesí, es caca. Duda del sitio, de la postura a adoptar, pero la cosa urge, urge, porque viene, le viene ya… Tan complicado resulta que algunas veces levanta la pata contra el árbol y se caga. Como las gallinas, que sueltan todo a la vez. Y el amo, duro de riñones, ha de tirarse al suelo para recoger el regalo con la bolsita… La cosa está estudiada y prevista por los servicios municipales porque de trecho en trecho hay en las farolas una rojigris papelera —¿cacalera?— donde depositar la tibia materia. Luego el perro enfila hacia casa. Me lleva.


Me he preparado el desayuno y Fly se ha sentado a mis pies, como Lázaro. ¿Cómo desayunar sin ofrecerle algo para acallar mi conciencia? Y el pequeño can me acompaña con dos galletas a cuartos mojadas suficientemente en mi café con leche. Y a la voz de “acó”, se acabó, pide jugar, porque ahora toca jugar. Y sale pitando a buscar el “trapo”, que no es sino un retal de un tejido que asemeja una piel de oso. El juego consiste en


hacer como que me lo da, que se lo cojo y que me lo quita. Yo le hago rabiar enfundándome la mano, que me muerde con cuidado y, así, hasta que se cansa y me harto. Son  las ocho de la mañana de un luminoso domingo. Mañana más. ¡Jopé!