domingo, 18 de mayo de 2014

La caza electoral


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Están convocadas elecciones al Parlamento Europeo. A la entrada de mi casa, en una mesita, días atrás he dejado una caja de cartón que voy alimentando con toda la propaganda electoral que viene a mi nombre o que se me buzonea. Está terciada y aún faltan varios días de campaña. En algún momento me sentaré para ver qué me ofrecen los unos y los otros, a fin de decidir mi voto en función de los ofrecimientos, votar en blanco o bien ni tomarme la molestia de acudir a las urnas, especialmente si luce un buen día para pasarlo en el monte o la montaña. Se dice que la omisión del voto —no la emisión—  es irresponsable, pero cada vez medito más sobre lo que supone esta actitud postmoderna —¿omisa o activa?—, muy generalizada y creciente por todo Occidente. No hablo de nada raro, porque en el ámbito ético, por tanto en el jurídico, se conoce la acción por omisión. Hay un refrán francés que dice: «les absents ont toujours tort», que vale decir que los ausentes nunca tienen razón. Sin embargo, pienso que la dejación puede ser una acción deliberada del indignado ciudadano, quien no cree ser respetado como tal, sino considerado como un semoviente habitante de la gran granja orwelliana, en la que todos son iguales pero unos más iguales que otros. Son gentes que, en expresión barojiana, «quieren vivir fuera de la retórica y de la cuquería política». Hasta aquí han llegado las cosas.

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Cuando ni lo sospecho, surgen en los medios audiovisuales cuñas y spots con los que los hombres —y mujeres— de la sigla me intentan vender su moto. Una puesta en escena a la medida: entorno, voz e intérpretes caracterizados y en una estudiada y supuestamente convincente alternancia. El mensaje incitativo no va más allá de unas eufónicas generalidades como si de una muy comedida arenga se tratara antes de entrar en acción: ven conmigo, lo haré bien, daré respuesta a tus inquietudes, esas que te vengo diciendo que lo son, escenificando con datos cargantes y medias verdades su mentira.

Vino luego el esperado gran debate televisivo entre los candidatos de los dos grandes. Un fiasco. Se salió del contexto electoral y tras una hora de tópicos y confusas vacilaciones con la matraca de lo leído, se saldó con una sandez sobre el supuestamente dificultoso debate hombre-mujer, seguido de las correlativas acusaciones de machismo y otras “memes” al uso. Algarabía partidista, estrépito huero frente al silencio elocuente de la vida que en realidad pasa.

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He terminado de ver los papeles de la caja. Nada nuevo bajo el sol. Mi primer pensamiento es la enormidad del gasto que cada cual ha realizado para seducir al cuerpo electoral con sus proposiciones. Todas son iguales, quiero decir que responden a un mismo esquema. De fondo, el gran temor a la abstención y sus consecuencias directas: primera, que en perjuicio de los partidos grandes se alcen los pequeños, cuyos electores parecen más comprometidos con el mensaje  y disciplinados ante el llamamiento a las urnas; segunda, que quien gane las elecciones obtenga una muy mermada representación del censo, que moralmente deslegitima.

Quítate tú, que me ponga yo. Sigue la pretensión del olvídate del pasado, que el bueno soy yo y voy a hacer todo lo que no hizo quien me precedió, aunque fuera yo culpable de ello: reconquistaré… devolveré… creceré… súmate a los muchos que luchamos… Al gobernante actual se le demoniza e imputan medidas fracasadas, insolidaridad y fechorías sin cuento. La alternativa a todo ello no es otra que el sereno mensaje del comprométete con sólidos proyectos porque seguimos el buen camino, que ya está dando sus primeros frutos gracias al duro esfuerzo de todos y que, en breve, nos convertirá en el país de la Abundancia y recuperaremos el puesto que nos corresponde en el concierto internacional. Hay quien ve en ello el mismo programa de otra forma dicho. Convergencia o, peor, consenso ideológico metacapitalista en una confusión de números con esencias que conduce escalonadamente a un nuevo orden mundial del que ya se están beneficiando los poderes fácticos.

Léense también en la propaganda, a modo de eslóganes,  genialidades dichas sin pestañear: «los pueblos deciden», «solución al conflicto político», «voto de la lucha y de la rebeldía», «libertad y solidaridad de los pueblos», «el poder de la gente»…

También pueden verse cosas plausibles, que terminan sólo en su enunciado y son fácilmente olvidadas: que la política y la economía sirvan a las personas, a la mayoría, al pueblo.

De rondón y como si no fuera con él, aparece flamante quien exhibe en díptico multicolor su histórico bien hacer y deja libertad de voto a sus afiliados hacia su hermano mayor, con quien en turbia reyerta se peleó y dejó de hablar, rompiendo con ello una trayectoria política de varios lustros, que costó lo indecible dar a luz y criar.

Hay partidos pequeños que, sin apenas medios económicos, ofrecen otra calidad en un mensaje testimonial verdadero y, por ello, con pocas expectativas porque no es lo que se lleva.

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En fin, y yo, impotente, que no carezco de principios y que mendigo valores humanos —irónicamente hoy llamados democráticos— que parecen extinguidos junto con el sentido común, no sé donde guarecerme. Porque aquéllos no se proclaman, como todos hacen, sino que se forjan en el día a día y no todo el mundo vale para ello. Porque una cosa es administrar, bien o mal, y otra gobernar, que es oficio de hacer leyes y dictar los destinos de los pueblos. Aquí radica la gran decepción y la limpia indignación popular ante la mediocridad de audaces y cínicos, que se hacen con el poder que el pueblo les da. Sé que, por esta vez, yo no aplicaré el principio del mal menor.


Dame tu voto, que yo pondré la voz —dice el eslogan electorero—. En efecto, pondré la voz y el culo en el escaño, con nadie compartido.