miércoles, 16 de noviembre de 2016

Luna lunera, cascabelera


«Luna lunera, cascabelera, que tienes la cara ¡¡Súciaaa…!», cantaba con mis hijos pequeños y su madre al divisarla sobre las cumbres del alto Aragón. «¡Mentirosa!»,  la insultaban con vehemencia y mi hija Carlota explicaba con sus largos y finos dedos la mentira de los crecientes y menguantes. Desde aquéllas contemplábamos por San Lorenzo la espectacular lluvia de lágrimas, las Perseidas, y hasta pudimos un día ver un eclipse de sol protegidos nuestros ojos tras los cristales de gafas de soldador, cada cual con el suyo, que encargamos en una ferretería y los niños guardaron para enseñar a la abuela “astrónoma”. 

El término superluna no tiene carácter científico astronómico. Fue acuñado por un astrólogo para describir una luna, nueva o llena, cerca del perigeo, que se asociaba a grandes huracanes, erupciones volcánicas y terremotos. Con el tiempo, el término se ha popularizado para referirse genéricamente a las lunas llenas en el punto más cercano a la Tierra y que, por tanto, suelen provocar mayores fuerzas de marea y tienen un diámetro y brillo más grande de lo normal.

Es habitual que cada año ocurran de dos a cuatro superlunas. Este año habrá tres seguidas: en octubre, noviembre y diciembre. Ayer, día 14, contemplamos solos con el perro la superluna de noviembre, que tenía de particular en esta latitud su tamaño y su mayor luminosidad, pero sin cambiar de color. Este mismo fenómeno se produjo en 1948, siendo yo bebé de pocos días, y no se repetirá hasta 2034, cuando yo podría tener 86 años.

En el Kailaas (Tibet-China) a 5.700 m
de altitud
Según en qué latitudes, dependiendo de la posición de la Luna cerca del horizonte o en el zenit puede parecer que su tamaño es enorme si cerca de ella hay árboles, edificios o montañas. Así aparece en la fotografía que me ha hecho llegar el amigo Carmelo e ilustra este post. Pero es solo una ilusión óptica, que se puede deshacer al mirar al cielo si se tapan los alrededores de la Luna —haciendo, por ejemplo, un tubo con la mano— y solo se deja pasar la luz del disco. Mi primo Diego, que anda por los emiratos árabes, me ha mandado también “una foto espectacular de la Luna”, que resultó ser de una rueda de mortadela, cuyo color anaranjado da el pego de ser causado por el fenómeno de la dispersión de Rayleigh.

Mi madre —lo he dicho en otra ocasión— me enseño a gozar de los fenómenos astronómicos, ante los que achico mi soberbia sintiéndome un minúsculo ser humano ante el orden del Universo. Aunque ya la hayan pisado los astronautas, para los astrólogos la Luna es una misteriosa fuente de energía mística a la que son capaces de dar sentido, que si mueve las mareas y preludia terremotos y otros graves desastres naturales, también —dicen— ejerce un misterioso magnetismo sobre los instintos y deseos de la gente y puede hasta poblar las noches de lunáticos descontrolados.

La luna llena proclama la plenitud de la energía lunar. Es para aquéllos tiempo de integridad y poder, de poderosa somatización ante la que hay que tener el espíritu elevado, la mente positiva y el corazón alegre, aunque el cuerpo esté muy sensible a los altibajos emocionales. Las tres superlunas de este año harán que el espíritu navideño se llene de magnetismo lunar. ¡Recuerda enraizarte, mujer!, reconéctate con la madre Tierra, revisa tus rasgaduras internas, recomienda el astrólogo a las crédulas mujeres. A mí, Aries, me propone como mote: «Surjo y desde el plano de la mente rijo». No está mal.

Por suerte, los científicos han descartado que todo esto tenga base. Hasta ahora, solo se ha confirmado la influencia de las fases de la Luna sobre los terremotos, las plantas y los mamíferos.

Yo no muestro interés por la astrología, sino por las supersticiones y creencias, los usos y costumbres del pueblo en las noches de Luna llena, a la que se ha colgado un carácter esotérico a la hora de hacer invocaciones las brujas en el aquelarre; noches de lobos se decía, atribuyéndoles ser instrumentos del mal, ignorantes de que es la luz la que les invita al movimiento en busca de presas. En algún lugar he leído la creencia que enseñar a la Luna llena las nalgas desnudas con un billete de banco cambiaba la suerte.

La Luna se ha asociado a la fertilidad humana, pues sus fases coinciden con los ciclos menstruales de la mujer. De ahí su adoración en los cultos a la fertilidad. Y cierto es que en fase de luna llena es mayor la frecuencia de partos entre las mujeres y otros mamíferos, como es el caso de las vacas. Pero esto no es creencia, sino estadística.



Las fases lunares y la agricultura tradicional han estado secularmente ligadas, de modo que las tareas del campo se hacían según éstas, con los resultados apetecidos no se sabe bien si a causa de la influencia gravitatoria del satélite sobre la Tierra, el fotoperiodo regulado por la luna o por la modificación del campo magnético terrestre. Según mi sobado cuaderno de campo, esta fase lunar y época del año es buena para cosechar por estos lares hortalizas de hoja y trabajar la tierra. Este es también el mejor momento para talar acacias, pero solo acacias, y sembrar trigo. Pero hoy, con los medios modernos «los trabajos del caserío ya no son lo que eran, y, así, la influencia de la Luna ha venido a menos» [sic]. A la luz de la Luna de octubre y noviembre se robaba mucho en las huertas y prados. Los baserritarrak habían de «andarse con cuidado y volver pronto a casa, que si no…». Cosa de sorgiñak.