jueves, 17 de noviembre de 2016

Ocasión perdida


San Miguel in Excelsis
El domingo pasado comí rápido y me fui para la catedral, donde iba a tener lugar la clausura del Año de la Misericordia. Se había convocado para celebrarla una “Concentración Mariana” bajo el título “Mater Misericordiae”. A la iglesia de san Lorenzo acudieron desde sus sedes a lo largo y ancho de Navarra, las imágenes con las advocaciones de Virgen del Yugo, de Roncesvalles, del Puy, de Ujué, de Rocamador, del Sagrario, del Camino, de Nieva, de Jerusalén, del Olmo. Hasta vino santa Ana con su hija María en las rodillas y el Niño desde Tudela, honrada por el deán de su catedral y muchos fieles. Allí se les unieron la Soledad de Pamplona y el Ángel de Aralar, es decir la efigie del arcángel San Miguel in excelsis.

Llegaron traídas desde la otra punta del Burgo, siguiendo por la calle Mayor, plaza Consistorial y arreando la empinada cuesta de la Curia hasta el atrio de la catedral, donde las esperábamos todos los que no encontramos sitio alguno para sentarnos en los bancos de las naves.

Encabezaba la romería, que eso era –ni procesión ni apocada “concentración”—, nuestra bella Soledad, seguida por el angelico Miguel, que en el alto de su asta parece muy desmedrado, pero porta el Leño de la Cruz, rodeado de sus más próximos devotos al son de chistus y tamboriles, como es tradición. Seguíanle las efigies de la Virgen María, cada cual escoltada por sus cofrades, auroros y las gentes que quisieron acompañarlas en una riada inmensa, que entraba en la catedral y se ponía pecho contra espalda, como podía, después de dar estruendosos vivas y aplausos a su virgencica en el atrio. A falta de la Pamplonesa municipal, hasta una banda de música se trajeron. Los de Tafalla, por centenares, daban vivas desaforados a la Virgen de Ujué, «refugio de la ardiente Fe de la Ribera». Otros cantaban salves y auroras o jaleaban a Santa Ana. Honraba su entrada el grave son de la campana María y saludaban todas sus hijas menores, como en las más grandes ocasiones.

Santa María la Real de Pamplona
Con quienes llegaban sentí una fe común. Todos sabíamos por qué estábamos allí. Nada teníamos que explicarnos ni manifestar el por qué de nuestro júbilo. Compartíamos el alma y un nudo en la garganta, sentíamos en nosotros que se trataba de una expresión de nuestra catolicidad. Viendo este río compacto de gentes recordé las palabras de Grace Matunda, negra como el betún, peregrina de Tanzania en la JMJ de Madrid de 2011, que advertía: «mediante esta peregrinación estamos dedicando tiempo a hablar con el Señor e intentando servir a la sociedad. No es un acto inútil».

Dispuestas las imágenes como se pudo cercanas al presbiterio, tuvo lugar una solemne liturgia eucarística con mucho cura, mucho incienso, mucho órgano y canción, terminando la comunión con la implorante estrofa: «tus hijos en Ti confiados,/ Virgen de Rocamador,/ esperan que por tu amor,/ han de ser siempre amparados».

No era un acto inútil y sí difícilmente repetible. Dios lo sabrá, pero a mí me pareció del todo inexpresiva la recepción a los millares de romeros que acudimos a la Metropolitana de Pamplona, dando testimonio al mundo de que la fe es posible, como decía el cardenal Rylco en parecida ocasión. Pues sí, la fe es posible en Navarra, que ante todo es mariana. Pero en Pamplona faltó rasmia y kozkor en los oficiantes, un soplo que avivara los rescoldos de la fe, echar una “firma” en el brasero, como dirían mis abuelas. «No os dejéis intimidar por un entorno en el que se excluye a Dios», avisó a los sacerdotes el Papa incómodo, Benedicto XVI.

Me consolé con la expresión de una sencilla plegaria popular a la Virgen de Ujué: «Virgen mía tus pródigas manos, que a raudales derraman el bien, tiéndeme cuando mi alma vacile, cuando mis ojos tristes estén…»